VALÈNCIA. Hace pocos días, en una conversación informal con varios altos cargos de la política cultural valenciana, sorprendía la abundancia de premios importantes cosechados por autores valencianos. Sólo en este 2020 con poco que celebrar llevamos —nótese el uso de la primera persona del plural cuando las cosas vienen bien dadas— una retahíla nada desdeñable: Ana Teresa Ortega (Premio Nacional de Fotografía), Elia Barceló (Premio Nacional de Literatura Juvenil), Pepe Gimeno (Premio Nacional de Diseño), José María Yturralde (Premio Nacional de Artes Plásticas), Soledad Sevilla (Premio Velázquez de Artes Plásticas), Francisco Brines (Premio Cervantes), Bárbara Blasco (Premio Tusquets de Novela), Paco Roca (Premio Eisner)… o todo un aluvión de premios volando hacia tierras valencianas en la última gala de los ADG Laus de diseño, tal como recogía Culturplaza hace unas fechas. Reconocimientos que se suman, echando la vista atrás, al histórico de los premios nacionales de ilustración, cómic y diseño o al del Premio Internacional de Novela Gráfica FNAC - Salamandra Graphic, entre otros, todos ellos copados, desde hace años, por nuestros ilustres vecinos. (Pausa para aplaudir de manera enconada y felicitarnos con esa extraña sensación de triunfo colectivo).
Llamaba la atención entre los presentes, sin embargo, el escaso predicamento que semejante palmarés consigue, en su conjunto, en los medios de comunicación y en las campañas institucionales. Por otro lado, la ciudadanía bastante tiene con la que cae y con no abrazar a los suyos desde hace ocho meses, como para identificar en la cola del pan al último premiado cuya cara no ha visto más que una vez —y fijándose mucho— en los quince segundos de la sección de cultura del informativo.
Sabemos que, por lo general, la gente ama con mayor ahínco aquello que conoce y reconoce como a un igual; que experimentamos una tremenda empatía con un personaje de ficción a poco que echemos un rato con él; que no nos hace falta casi nada para sucumbir a las pasiones y desear que el asesino se libre, que el ladrón se escabulla o que el policía resuelva el caso y vuelva a casa a cenar con su señora y celebrar su inminente jubilación. Dicho esto, no parece descabellado pensar que si existen series sobre colectivos tan alejados de parecer personas normales como los antidisturbios o las jugadoras de ajedrez, que me aspen si los autores no merecen amenizar nuestras noches de mantita y sofá con sus exuberantes vidas.
Como uno tiene sus filias al descubierto y siendo el colectivo de profesionales de la ilustración y el cómic uno de los que más alegrías nos da —y el que, paradójicamente, continúa siendo el eslabón más débil de la cadena pese a su imprescindibilidad para que podamos disfrutar de los libros, los carteles, las películas, los videojuegos…— proponemos a continuación una miniserie de cinco capítulos de ficción documental que hará que el respetable se encariñe para siempre de nuestros otrora mal llamados pintamonas; una dramedia basada en las vivencias de un grupo de ilustradores que comparten piso mientras se afanan en hacer de su vocación su profesión. Y ya de paso, se lo ponemos fácil a nuestra querida —y necesaria— televisión pública a ver si recoge el guante y reaviva la llama de la ficción propia en el sector audiovisual valenciano, perlado de flamantes profesionales peleando por sobrevivir. Como nuestros dibujantes.
Sinopsis: Raquel, Jesús, Encarna, Dolors y Manel son cinco ilustradores viven juntos en un pequeño piso mucho más caro de lo que debería ser en uno de los barrios gentrificados de la ciudad. Su día a día se articula en una yincana a contrarreloj buscando clientes, realizando encargos, atendiendo a sus redes sociales, respondiendo e-mails, soportando cambios de última hora, formándose en cursos-charlas-talleres, cumpliendo con la burocracia, realizando las tareas del hogar, yendo a correos, tratando de fortalecer su salud física y mental, acudiendo al fisio, al psicólogo y al oculista, lidiando con el síndrome del impostor y con el sentimiento de culpa y, con un poco de suerte, intentando mantener sus relaciones sentimentales, familiares y sociales. Trabajan hasta tarde, sin apenas fines de semana o festivos y duermen con la ayuda de somníferos. Llegan con muchas dificultades a final de mes, la ansiedad es una compañera de piso más que vino a pasar unos días y ya se ha hecho un hueco en la boca del estómago, y aún tienen que escuchar comentarios maliciosos acerca de la suerte de trabajar en lo que te gusta, que si la vocación y que si no me irás a cobrar por un dibujito que te cuesta cinco minutos, titi, cómo te pasas.
(Esta miniserie está basada en personas y situaciones lamentablemente reales. Sus nombres y algunos detalles han sido alterados para preservar su intimidad.)
Tras muchos años de escaso reconocimiento, Raquel acaba de ganar un premio importante y su agente trata de buscarle una editorial que mejore sus condiciones económicas. Mientras tanto, la editorial con la que trabajaba antes y cuyo contrato había expirado, monta un circo mediático y consigue, por unos días, que todo el mundo se ponga, injustamente, en contra de la autora. Paralelamente, el último libro ilustrado de Dolors también recibirá un premio; pero al llegar la ceremonia de entrega, descubrirá decepcionada cómo no le han reservado asiento y el político que entrega el galardón ni siquiera menciona su nombre y sí el de su editorial.
Aunque Jesús tiene mucho trabajo, colabora como voluntario en un sindicato que lucha por los derechos de la profesión. Por eso, cuando en las bases de una convocatoria se pide a los autores que paguen para poder exponer sus obras, la férrea ética de Jesús le empuja a negarse y a enviar sus reclamaciones a la organización. Aunque, finalmente, se eliminará esa condición gracias a las quejas de Jesús y sus compañeros —algunos muy reconocidos y con grandes campañas a sus espaldas—, todos ellos se quedarán, misteriosamente, fuera de la muestra. Por otro lado, un cliente le pedirá a Encarna que copie el estilo de una ilustradora famosa y un ayuntamiento tratará de censurar un elemento “problemático” de un cartel de Dolors, por lo que ambas tendrán que decidir si mantenerse fiel a sus principios o si arriesgarse a perder los trabajos…
Manel está muy contento con el primer encargo de un cliente importante. Lleva mucho tiempo tratando de seducir a los demás con su trabajo y de hallar el reconocimiento y una remuneración justa. Sin embargo, al preguntarle cuál es el presupuesto, el cliente le dirá que no le pagará pero le dará mucha visibilidad, le servirá para practicar y en el futuro puede que le realice otro encargo, esta vez, remunerado. Spoiler: nunca pasará. Mientras tanto, Encarna participará en su primera exposición colectiva. La alegría le durará poco al darse cuenta de que ella misma deberá costear los gastos de producción, enmarcación y transporte por lo que, además de no ganar, perderá dinero.
Dolors, espoleada por el éxito de su primer libro, decide presentar un nuevo proyecto a una editorial de un grupo importante. El editor le pondrá como condición para publicarle que debe aumentar sustancialmente el número de seguidores en sus redes sociales. Al mismo tiempo, una página web del otro lado del mundo comienza a vender camisetas con las ilustraciones que Raquel ha ido colgando en su perfil de Instagram, sin su consentimiento. Jesús escribirá en la pizarra magnética la broma recurrente de la casa: “tengo a 20 como tú haciendo cola en la puerta”.
Los cinco compañeros, por separado, deciden probar suerte presentándose a un concurso especulativo —de esos en los que sólo se paga al ganador mientras todos los demás participantes regalan su trabajo, su tiempo y sus ideas— con un jugoso premio en metálico. Muy pronto comenzará la competitividad y las disputas entre ellos, hasta estar a punto de acabar con su amistad. La absurdamente repentina muerte de Manel por inanición, poco antes de conocerse que se ha hecho con el premio, volverá a unir al grupo. Encarna, harta de no poder vivir de su trabajo, abandonará la ilustración para regresar al negocio familiar. Raquel y Dolors descubrirán que en realidad eran hermanas separadas al nacer. Jesús conseguirá una beca para una residencia en el extranjero —en donde valorarán mucho más la profesión— y, desde la distancia, confesará al grupo cuál fue su papel en la trágica muerte de Manel.
Illustrators alcanzó una gran popularidad y contribuyó a que la profesión de la ilustración gráfica y sus entresijos fuera mejor conocida —y valorada— por la sociedad, al tiempo que convirtió a los ilustradores en una especie de rockstars que, al fin, eran reconocidos no sólo con un sueldo justo —que también es un gran reconocimiento— sino también en la cola del pan. A pesar de los rumores que apuntaban a una segunda temporada, la serie quedó como una de esas joyas de culto completamente irrepetibles. El elenco no volvió a reunirse hasta que los responsables del célebre podcast Laboratorio de Investigación de Series (LIS) le dedicaron un capítulo especial en el que no repararon en elogios:
“Lúcida y mordaz, Illustrators demuestra que malvivir del arte nunca fue romanticismo, sólo precariedad. Una serie indispensable” (Áurea Ortiz).
“Un retrato generacional tan descacharrante como conmovedor que arroja luz sobre la realidad del trabajo del ilustrador, construyendo un mundo propio de personajes y situaciones que respiran verdad” (David Brieva).
“Cruda, divertida, reivindicativa, atrevida. Retrato brillante de una generación destinada a comerse el mundo pero que pasa mucha, mucha hambre” (Mikel Labastida).