Ha acudido incluso a narcopisos a escuchar lo que tenían que contar los que fumaban base dentro, Iñaki Domínguez ha reunido todos los testimonios que ha podido de los años en los que la delincuencia de Madrid se enfrentaba a la policía tardofranquista y ha trazado su evolución hasta la época en la que los bakalas y los skinheads ocuparon el lugar de los quinquis y los sicarios de Fuerza Nueva. Un mapa del macarrismo madrileño que se sale del foco que habitualmente se pone sobre la ciudad.
VALÈNCIA. Madrid inunda los titulares, todo el mundo habla de ella. Tiene que ser muy gratificante para una ciudad tan especial despertar tanto interés en un país de suma riqueza cultural. Para sumarnos al fervor, podríamos hablar de muchas obras relacionadas con la capital, pero este año se ha publicado una que por su originalidad merece un apartado especial: Macarras interseculares; una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, de Íñaki Domínguez.
Se trata de un ensayo construido a partir de testimonios sobre lo que fue el lado canalla de la ciudad bajo el tamiz de la delincuencia. Los hechos relatados en las historias no sé cuál será su verosimilitud, pero sonar suenan exactamente igual que como cuentan estas crónicas los que las han vivido.
Hay fragmentos que son divertidos por sí mismos, como cuando el autor se introduce en un narcopiso de Malasaña a escuchar las historias de la gente que está ahí echando la tarde fumando cocaína en base. Una situación esperpéntica, como solo puede suceder cuando se consume ese producto por esa vía, y que aún podría haberse complicado más si a uno de los contertulios le hubiese dado un ataque paranoico, que es bastante frecuente.
Es en los capítulos dedicados a ese barrio donde hay más chicha. Malasaña ahora está en boca de todo el mundo por su pujanza y, en la era del megacapitalismo, un barrio no alcanza relevancia por sus vistas, sino por sus lucrativos negocios. Ahora lo llaman parque temático, incluso a Domínguez se le cuela el lugar común, pero yo recuerdo leer en revistas muy concienciadas políticamente de principios de los 80 el enfado que ya había entre la militancia de izquierda con que la gente fuese a este lugar a pasárselo bien en lugar de juntarse a sufrir por, qué sé yo, Biafra. Siempre se han mirado con recelo los cambios que ha experimentado.
No obstante, la respuesta está en estas páginas y es realmente bonita. Durante la etapa del generalísimo, como dijo Jaime Mayor Oreja, la placidez era extraordinaria. Era rigurosamente cierto. No en vano, estaban prohibidas las fiestas populares y también el carnaval, que por si usted no lo sabe no solo es pecado, sino que además acontece en Cuaresma. Fecha en la que hay que juntarse a sufrir, como los buenos comunistas, pero por Nuestro Señor.
Mientras en el agro se bebía hasta la extenuación en las fiestas patronales al compás de simpáticas vaquillas que ocasionaban brutales lesiones medulares graciosamente a algún menor de edad con toda la vida por delante, en Madrid el clímax era eso conocido como la paz de los cementerios. Cuando se produjo el óbito del caudillo, en 1976 ya se celebró la primera fiesta en este barrio, precisamente, y la juventud no solo se emborrachó y se drogó, también se desnudó y montó la bacanal que dura hasta nuestros días.
Una instantánea preciosa del fotógrafo Félix Lorrio lo inmortalizó para siempre, con una pareja en cueros subiéndose a la estatua de Daoiz y Velarde en la Plaza del 2 de Mayo. Lo que no sabía yo es que a los pocos segundos de abrir el obturador, la chica se cayó y se rompió el brazo. Siempre se aprende con un libro.
Aquello señaló aquel lugar como calles para irse de fiesta, aunque la tradición bebedora ya le venía de largo de los estudiantes que tenían sus residencias en las cercanías. El resultado es por todos conocido: eso no le gustó a nadie. Para empezar, los Guerrilleros de Cristo Rey hacían incursiones por la zona para reventarle la cabeza a cadenazos o asestar puñaladas a todo el que pillaran sin distinciones. La aludida revista que cayó en mis manos noticiaba una agresión mortal con arma blanca de esta naturaleza y se preguntaba en un breve de opinión si eso serviría para que los jóvenes que se entregaban a la evasión y el hedonismo en esas calles recuperaban su conciencia política, si es que alguna vez la habían tenido.
A Domínguez también le dan ese contexto. Los nacidos después de 1965, dice un testimonio, no querían ni oír hablar de política. Les habían dejado el cerebro frito en los años anteriores. Ahora muchos miembros de esas generaciones cuentan películas espectaculares porque la política está de moda, pero cuando deje de estarlo, también contarán películas espectaculares con lo que lo esté. El hecho es que en aquellos años acabaron todos aburridos de la política. En los años entre el atentado de Carrero al fracaso del 23F se lograron avances asombrosos, pero también se dio mucho mal y mucha matraca con el temita, así que lo lógico es que la población pasase instintivamente a otras actividades.
El drogarse fue una de ellas. Estas páginas reflejan perfectamente la situación de la generación del baby boom, que había visto a sus padres ser explotados vilmente y ellos, en lugar de ganarse la vida, decidieron buscársela, en palabras del gran investigador de Nules, Castellón, Juan Carlos Usó. De los pocos que se ha detenido a estudiar esta época por el método deductivo y no por el inductivo de meter con calzador la delirante idea de que la policía, o el sistema, drogó a los jóvenes para que no hicieran la revolución y luego abrir la hemeroteca para "demostrarlo".
Entre esos chavales estaban los que protagonizaron los años que se han titulado como La Movida madrileña, pero sobre todo había una inmensidad de chicos que se habían criado con violencia en sus familias, en sus barrios, en el colegio y en la mili y que puestos en situación de carencia, ni que decir tiene cuando la falta de recursos también involucraba al síndrome de abstinencia, protagonizó hazañas tétricas de todo tipo. Muchos aprecian épica en todo aquello. Será porque la hay. Especialmente si enfrente de estos críos idos de madre ponemos a la policía tardofranquista, que todavía operaba, y su formidable corrupción. Han pasado cuarenta años y seguimos comentando espantados los sucesos de esos días. Lógico.
Alberto García Alix ofrece en estas páginas un resumen bastante descriptivo del clima en general:
"La Transición fue violenta que te mueres, con los grupos de extrema derecha (...) Porque, además, son chacales. En aquella época, eso sí que eran pandillas. Tío, tú podrás hablar de los rockers, pero malos en pandilla eran Fuerza Nueva. Los Guerrilleros de Cristo Rey. Domingo sí, domingo no, venían al Rastro a pegarnos (...) A mí me dieron un pinchazo en la ingle... En la misma trifulca apuñalaron también a otros amigos rockers... (...) Para mí eran los más estúpidos, por su violencia gratuita e ideológica. Por entonces aún estaban respaldados por lo que quedaba del régimen de Franco y también, hay que decirlo, tenían detrás a sus pudientes familias. Eran los cachorros fascistoides del régimen, chicos de Lacoste y gimnasio, con afán de pegar a rojos, maricones y rockeros. Ten en cuenta que los rockeros de aquella primera época representábamos la modernidad".
El recorrido de Domínguez sigue barrio a barrio, año a año, pasa por egregios tugurios, como el Bali Hai, habla de prendas míticas como las Bomber Alpha o los Pedro Gómez, pasa de los quinquis a los bakalas y la evolución de la extrema derecha hasta los skinheads de los 90, que al contrario de en los 70 empezaron a tener contestación y en no pocas ocasiones ellos también cobraban cuando se ponían a hacer eso tan valiente y patriótico de darle una paliza a uno entre cuatro. Personalmente, lo he dicho muchas veces. Ni cambio tecnológico ni era global, el mayor cambio que yo he vivido es que dejase de haber violencia en las calles de Madrid.