VALÈNCIA. La emisión en Amazon Prime Video de Expediente X y Perdidos ha traído a las redes sociales conversaciones y discusiones sobre polémicas seriéfilas añejas, como el final de la innombrable. Ahora se han incorporado a la plataforma Buffy Cazavampiros, de la que la crítica de televisión del New Yorker ha dejado unos interesantes apuntes en su libro I like to watch, una declaración de amor a la cultura popular, y también The Americans. Una discreta joya de los últimos años.
Era una serie curiosa esta de espías. Ha sido calificada por algunos críticos como "una de las mejores de la década" (Kim Myers, The Playlist), "extremadamente bien construida" (Tim Goodman, Hollywood Reporter) o "una de las mejores experiencias televisivas" (Ray Rahman, Entertainment Weekly), hasta para Vice fue "los Soprano de esta década" y, sin embargo, recientemente ha sido incluida por Screen Rant en su lista de las diez mejores series menos vistas de la historia de la televisión.
Su audiencia, como se puede ver en las tablas de Wikipedia, fue descendente y se estancó por debajo del millón de espectadores hasta su elogiado final. Personalmente, rompiendo la pauta, no me parece extraño, porque muchos elementos de esta serie no eran nada originales pese a que su planteamiento sí lo fuera, pero los giros y la esencia ya estaban casualmente en una de las series más exitosas de todos los tiempos, Breaking Bad. Esta vez, de crítica y público a la vez.
Breaking Bad era una comedia negra disparatada, una montaña rusa de suspense e intriga en cofre de western, cuya mayor virtud era el dolor de tripa. Es decir, el viejo truco de que el espectador conociera los peligros a los que se enfrentaba el protagonista mientras él los ignoraba. El planteamiento estaba muy bien pensado para ese fin, era una familia bien avenida en la que un cuñado era el traficante de drogas más buscado y el otro cuñado, el oficial de la DEA en la región.
The Americans partía exactamente del mismo punto. Los dos espías soviéticos más buscados vivían casualmente como vecinos del encargado de contrainteligencia del FBI, eran amigos del alma y quedaban en Acción de Gracias. El juego del ratón y el gato de Breaking Bad se replicaba sin miramientos.
Hasta en los recursos y el estilo se veía la huella de las andanzas de Walter White. En The Americans se abusa hasta la saciedad del videoclip para contar sin palabras los momentos clave de un episodio. Hasta en el final, si la serie de la metanfetamina remataba con la extraordinaria Baby Blue de Badfinger, la de espías hacía lo propio con la ordinaria With or without you de U2 después de haber hecho lo propio en incontables capítulos anteriores, que ya parecía aquello un anuncio de madrugada en Teletienda de la recopilación en cedé Lo mejor de los 80.
No obstante, había un aspecto en The Americans que dotaba a la serie de personalidad propia y en él residía todo su valor: el contraste entre la mentalidad eslava y la estadounidense. No hace falta irse a la Guerra Fría para encontrar la relación de amor-odio entre estas dos culturas, sigue produciéndose hoy y la serie sabía captarla a su manera. Incidía generalmente en la educación. Si en los países eslavos suele ser muy exigente, a veces rayana en el autoritarismo, los estadounidenses por promedio se lo han pasado mucho mejor en la escuela. Elizabeth Jennings, la protagonista soviética, cuando ve cómo son los deberes de sus hijos estadounidenses se escandaliza. Incluso hoy, muchas familias eslavas que emigran a Estados Unidos temen que sus hijos se les americanicen. Algunas se parten, se queda el marido trabajando medio año, u otras intentan ahorrar unos años de trabajo duro y volver. Cualquier cosa antes de que los hijos se les americanicen.
En sentido contrario, varios personajes soviéticos sienten que encajan bien en un sistema en el que tanto tienes, tanto vales y en el que, seguramente por aquel entonces más que ahora, si te lo currabas podías coger el ascensor social hacia arriba, como con cierta lotería clasista. Una vida sin complicaciones, en busca del hedonismo y la satisfacción de todos los deseos, acababa atrayendo a esos rusos hartos de ideología y rigideces del sistema, como el propio protagonista, Philip, que ya le da vueltas a desertar desde el primer episodio. No son pocos los casos de eslavos que, faltos de contactos o prebendas en sus países, en Estados Unidos ganan mucho dinero solo porque saben trabajar bien.
Matthew Rhys el actor que dio vida al espía soviético, dijo en GQ que, según se lo imaginaba él, la pareja de protagonistas de la serie, al regresar a Moscú, se convirtieron en un par de alcohólicos que se pasaban la vida discutiendo. Se peleaban porque a él se le iban las palabras siempre al inglés en lugar de volver a hablar ruso, por las misiones que no habían salido bien y por Martha -la mejor trama de toda la serie- una secretaria de las oficinas del FBI a la que tenía que seducir para sacarle información en la clásica estrategia Romeo a las que eran tan aficionados los comunistas.
Históricamente, la serie se inició la época del estancamiento soviético en su vertiente más lamentable, la decadencia de Breznev y los fugaces Andropov y Chernenko y acabó con la Perestroika de Gorbachov, lo que tiene un interés dramático indudable, porque para muchos comunistas pata negra el último presidente de la URSS traicionó todo en lo que creían. En el caso de unos espías que han sacrificado, en teoría, toda su vida a la causa, el argumento adquiría profundidad al mostrar cómo reaccionaban a estos cambios.
Quizá por ser una serie de Fox, el desenlace de todo esto era algo previsible. Todos acaban siendo buenos, esto es, perestroikos. No obstante, los protagonistas habían sido malos, malos. No solo habían dejado un reguero de muertes a la altura del simpático y carismático Toni Soprano, habían extorsionado a la asistenta de un secretario de Defensa envenenando a su hijo, doblado seres humanos para meterlos en una maleta y tirarlos al mar o intentado convertir a su propia hija en espía. Como resultado, en el episodio final, aunque se volvieran buenos súbditos de Gorbachov que renuncian a la vieja guardia y la ortodoxia del sistema, sus hijos acababan pasando de ellos. Había un castiguito moral.
Aunque ellos dudaban. Ponían en duda sus misiones. Quizá eso fuese lo menos creíble de la serie. Sus dilemas existenciales y morales, así como que el Romeo acabe por sentir algo por todas sus parejas, eran un poco extraños, aunque tampoco conocemos qué le ha pasado por la mente realmente a gente que ha vivido imposturas de este tipo. Pero hay que admitir que la serie no está hecha por guionistas listillos. Joseph Weisberg había trabajado previamente en la CIA. Según comentó en el New York Times. Allí la mentira había sido la base de su entrenamiento. Mentir, y no a malvados enemigos del estado, sino a su propia familia. Trabajó reclutando agentes en el extranjero y, de alguna manera, proyectó las obsesiones y desvelos que le dejó la experiencia en estos personajes de ficción que escribió. Ahora, cada guión que escribe debe pasar antes por la CIA por si revela información sensible.
La inspiración para The Americans llegó por la detención de una red de espías rusos en Estados Unidos en 2010. Muchos de ellos llevaban décadas operando en territorio americano. Elena Valiova y su prometido Andrey Bezrukov eran estudiantes de la Universidad de Tomsk cuando fueron reclutados. Les eligieron por tener muchos intereses y diversos, del ballet al estudio del idioma alemán. En Estados Unidos, Andrey se graduó en Harvard y de ahí fueron saliendo los contactos a los que sacaba información. Los objetivos la contaban para presumir, no hacía falta acostarse con ellos o ellas, ha explicado Valiova en sus memorias, publicadas en ruso el año pasado. Años después del desmantelamiento de la URSS, la espía ha confesado que, además, muchos estadounidenses trabajaban con ellos porque estaban en contra de su propio gobierno. De hecho, al contrario que en la serie, ellos sí se marcharon con sus hijos a Rusia cuando fueron descubiertos. No obstante, nada de esto resta originalidad a una serie en la que tal vez por primera vez los estadounidenses han apostado por ponerse en la piel de sus enemigos sin ningún tipo de distancia.