El gorgoteo del agua en movimiento me ha acompañado muchos años en la rutina de la vida en Gavarda. Era el movimiento del agua en el lavadero lindante con la casa de mi abuela Pepica. También el croar de aquellas ranas y sapos preciosos, que cada noche componían sinfonías distintas.
En estos tiempos difíciles y oscuros necesito revivir esas escenas plácidas, sensoriales. Aquellos sonidos y aquellos aromas de las flores que se abren al caer la tarde. El jazmín que recogíamos en capullos y mi abuela prendía en horquillas de pelo, en imperdibles para broches. Y que, después, muy pronto, se iba abriendo con ese olor tan inolvidable.
Ha pasado mucho tiempo de aquellas vivencias, demasiado tiempo roto, demasiadas familias rotas, por culpa de la Pantanada. Mucho tiempo. Hoy sigo enganchada a aquellos recuerdos que me traen la belleza de la vida. Enganchada a los sonidos del agua en movimiento, el lavadero, las pequeñas acequias que rodeaban la casa y el maravilloso y peligroso sonido del Río Xúquer tan próximo a nuestra casa. La memoria que no debemos perder nunca.
Ayer, domingo, mi Pancho se revolcó, de nuevo, en la tierra húmeda del Parque Ribalta. Paseamos a las 06.30h, el mejor instante del día. Regresamos a casa entre el silencio urbano que permanecerá hasta la segunda quincena de septiembre. Porque, aquí, la masiva población ‘emigra’ a Benicàssim, a escasos kilómetros, para no volver hasta ese curioso evento de ‘Regreso a la Ciudad’. Algo ridículo, la verdad.