Marcos Ferré convirtió a Leo en el pastor alemán mejor adiestrado del mundo. Este valenciano de treinta y cuatro años toca el cielo, después de una vida de desencuentros con su progenitor, un pionero obsesionado con forjar al mejor. «Si mi padre no me hubiera puesto todas esas barreras, no hubiera llegado hasta donde he llegado»
VALÈNCIA. Danko, un mastín del Pirineo de 80 kilos, recibe al visitante a ladridos. El perro impone incluso detrás de los barrotes donde está encerrado por el día. Porque a la noche lo sueltan y a ver quién es el valiente que se atreve a entrar con un bicho de este tamaño gruñéndote y sacándote los dientes. Solo con su mirada valdría para salir corriendo. Danko es el guardián de Deport-Can, el centro de adiestramiento canino que Vicente Ferré, un valenciano que fue pionero en España, abrió hace años en Alcublas después de pasarse su juventud trabajando y ahorrando para irse a Alemania, el tiempo que le duraba el dinero, para aprender de los mejores. Vicente, que ha participado en varios mundiales, creó un linaje de pastores alemanes al que puso el apellido de Jardines del Real —un guiño a su mujer, Ángeles Real— y que, ahora, acaba de coronarse campeón del mundo que han logrado Leo de Jardines del Real y Marcos Ferré, su hijo, forjado a fuego durante años de enfrentamientos más feroces que los ladridos de Danko.
Nunca antes un perro nacido y criado en España había alcanzado este galardón. Y ahora Marcos saca a Leo para exhibirlo y que pueda ser retratado en acción. Un pastor alemán oscuro de 38 kilos, que ha demostrado sus virtudes en las tres disciplinas en las que compiten: rastro (ha de seguir la pista por donde ha pasado antes un hombre y señalar los objetos que ha dejado por el camino), obediencia (que haga lo que se le pide sin mostrar miedo ni presión) y protección (ataque a un enemigo que amenaza mordiéndole y parando justo cuando lo dice su amo). Leo es muy bueno en todo eso. Y si Marcos se planta delante de él y le hace una seña, comienza a ladrar, con un sonido ronco, hasta que le hace otro gesto para que pare. «Tuvimos que operarlo de la garganta y el pobre se quedó afónico», explica su adiestrador, un hombre de treinta y cuatro años muy serio, que, en lugar de hablar, parece que ordene.
Marcos es el fruto de su padre. A su hermana, sin ambiciones deportivas, la dejaron en paz, pero Vicente se volcó para formar a un campeón. Ese roce, esa disciplina desmedida, esa afán por obligarle a ser el mejor, acabó en un choque frontal entre el adulto y el adolescente. Dos trenes dándose de frente. Pero, con el tiempo, Marcos perseveró, alimentó esa obsesión y acabó como campeón del mundo. Un resultado que parece justificar, a ojos de los Ferré, todos esos años de sufrimiento. «Lo de mi padre ha sido muy duro, pero él también ha sido un ejemplo a seguir y un icono para mí. Yo me esforzaba por hacerlo todo bien y no recibía ni un halago. Solo recibía críticas, pero eso me mantuvo con los pies en el suelo. Nuestra relación fue más difícil, pero ahora es más estrecha y más real. Si mi padre no me hubiera puesto todas esas barreras, no hubiera llegado hasta donde he llegado. A mi hermana, en cambio, le gusta llevar una vida tranquila e irse a la playa con sus hijos. Una vida mediocre, pero mediocre en el sentido positivo. Ella no es ambiciosa y no necesita destacar. Pero yo no quiero ser así. Mi padre lo vio y ahí encontró un filón».
La cabeza de Marcos va a 300 km/h. Mientras hace la entrevista, va contestando los mensajes que le llegan al teléfono, mira de reojo a su hermana —Andrea lleva la empresa con él y está sentada al lado en una mesa de oficina— y escruta lo que retrata el fotógrafo. Se le nota incómodo, aunque no deja de ser correcto. A él le gusta estar con sus perros. Salir por la mañana con el patinete eléctrico y llevárselos a correr al monte. Su nueva obsesión es Xavi de Jardines del Real, que tiene dos años y medio, y que, dentro de poco, será el titular en el próximo Mundial si demuestra en las competiciones, bajo presión, las cualidades, «superiores incluso a las de Leo», que ha exhibido hasta ahora.
Leo se ha ganado la jubilación después de triunfar en un Mundial en el que concurrían cuarenta países y cerca de ciento setenta perros. Marcos cree que el de Leo ha sido un caso insólito en este mundillo. «Pero no por ganar el Mundial desde el minuto uno. Para llegar a un Mundial, primero tienes que hacer una campeonato regional y, si lo superas, el nacional. Pues bien, desde que Leo ganó el primer regional, no ha perdido nunca contra otro perro español. Ni siquiera en los mundiales. En el primero, en Burgos, fue tercero; en el segundo, en Dinamarca, decimocuarto y primer español, y en el tercero, en Györ (Hungría), campeón. De 2019 a 2023, invicto ante otro perro alemán de España».
Hubo otros factores que hacen de Leo un competidor único. «Lo normal es que los tres primeros acaben con menos de un punto de diferencia, pero Leo, en el Nacional, venció por más de diez puntos, y en el Mundial le sacó cuatro al segundo. Eso es histórico». Marcos se excita hablando de su perro, de la camada de la L. Porque todos los perros llevan el apellido Jardines del Real y comparten la inicial de su nombre. A cada nueva camada le toca la siguiente letra del abecedario y al dueño le corresponde elegir tantos nombres con esa letra como cachorros hayan nacido.
Antes que Marcos Ferré, sí hubo otros adiestradores españoles que llegaran a ser campeones del mundo, pero ninguno con un animal nacido y criado en España. El primero triunfó en 2008 con un perro alemán, y el segundo lo hizo en 2019 con uno perro checo. Leo ha sido el primer español. «Y encima, los dos adiestradores anteriores eran de más de sesenta años. Aquí no es habitual que destaque la gente joven», recuerda el valenciano.
Marcos y Leo siempre viajan en coche. El adiestrador tiene una furgoneta camperizada. La parte delantera y la de arriba son de Marcos. El resto es para Leo, que disfruta de bastante espacio para ir cómodo y tranquilo durante varias horas. «Yo tengo mucha experiencia conduciendo, porque mi novia es de Zúrich. Por eso, este año, fuimos hasta Suiza, pasamos una semana allí y luego hicimos en coche los ochocientos kilómetros que nos faltaban para llegar a Hungría. La vuelta nos fuimos directos. Unos 2.600 kilómetros del tirón. Son tres o cuatro días y se hacen duros. Pero si el perro va cómodo, no sufres».
Antes de cada viaje, Marcos lo planea todo. Cada cuánto parar, qué tiempo dejar para que Leo estire las piernas y pueda aliviarse. Aunque esos días lleva un dieta rica en proteínas para que haga menos heces. Todo está pensado para su comodidad. «Yo soy un extremista en el cuidado del perro y tengo programado cuando hacer pipí y caca. Los perros como este son una máquina. Llevan una rutina fija y eso hace que sepas cuándo le toca cada cosa».
En Györ todo fue rodado. Un éxito rotundo y sin precedentes. Al final, cuando se proclamaron campeones, vio la explosión de felicidad de sus amigos y su familia, y se quedó en shock. «Yo soy una persona que le cuesta emocionarse, pero ahí vi a mi padre derrumbado, y a mi sobrino… La gente se derrumbó, pero sobre todo Marquitos, mi sobrino, y mi padre estaban realmente emocionados. Ahora, a la vuelta, ya he hecho dos buenas fiestas y he podido celebrarlo con más calma».
Que nadie espere una conversación de película entre padre e hijo. Vicente y Marcos son dos generales. No se contempla verbalizar el amor. Ellos son así. Un poco alemanes, como sus pastores. «Mi padre no me dijo nada. Él no dice nada, le cuesta, pero luego lo escribe en las redes sociales. Le cuesta como a mí. Pero no hace falta decir nada».
Su relación no ha sido sencilla. Dos caracteres explosivos que no maridaban bien. Ahora, ya como adultos los dos, la relación es cordial, se quieren y se respetan. Marcos sabe que su éxito es parte del legado de su padre, un hombre que no tuvo una vida fácil. De niño creció en una casa con tantos hermanos que tuvo que ponerse a trabajar para ayudar en la economía familiar. Luego empezó a ahorrar para irse a Alemania, sin saber el idioma, para aprender de los grandes maestros. Más adelante perdió a una hermana, a su hermana más querida. Y, más tarde, la audaz decisión de acabar con la costumbre de comprar los perros en el centro de Europa y crear él su propio linaje. «Entonces parecía imposible sacar perros que fueran competitivos contra los del centro y el norte de Europa. Pero no solo lo hizo, sino que también creó una mente imparable, la mía. Y lejos de unirnos, nos separó mucho tiempo. Chocamos. Pero creó, con ejemplos más que con palabras, el camino a seguir y construyó una mente de forma un poco obsesiva. Por eso de adolescente no paré de pelearme con él. Para llegar aquí he pasado por calamidades que no se pueden ni contar. Por fracasos deportivos, por darle todo el esfuerzo y la ilusión y que luego, en un minuto, se vaya todo a pique. Eso fue un problema también en todas mis relaciones personales. Y eso es duro, muy duro. Pero, al final, se hizo camino y logramos, no solo este Mundial, sino toda la carrera de Leo».
Marcos nunca se planteó un plan B. De niño, cuando le preguntaban qué quería ser de mayor, decía que biólogo porque era lo que le había escuchado a su madre, que le insistía en que, si de verdad soñaba con dedicarse a trabajar con animales, tendría que estudiar Biología. «Yo no fui un niño de ver dibujos y jugar a la Play Station. Yo no sé lo que es, no he tenido una en mi vida. No sé lo que es ver la tele por la mañana un fin de semana. A mí me gustaban otras cosas: irme a coger bichos, ver los documentales de La 2. Era un enfermo de los animales». A los catorce años ya empezó a trabajar con los perros. Muchos veranos se los pasó castigado en el centro de adiestramiento, a la sombra de su padre, porque había suspendido demasiadas asignaturas. Y luego, cuando llegó el momento de poder elegir qué hacer en julio y agosto, decidió que en realidad lo que quería era estar allí, rodeado de pastores alemanes. «Por eso me saqué el graduado escolar y dejé los estudios. He pasado aquí desde los dieciséis hasta los treinta y cuatro años que tengo ahora. Y ahora estamos recogiendo todo lo que trabajamos todos esos años. No solo de lo que yo he hecho, sino de lo que creó mi padre en su día».
Aquel niño parecía predestinado a seguir la estela de su padre. Marcos nació rodeado de perros. Así creció y así ha formado su carácter. «A mí me gusta la naturaleza. Yo odio la ciudad y las personas. En mi casa tengo varios perros: una jack russell, un teckel y un chihuahua de mi novia, que acaba de venir para quedarse a vivir aquí conmigo. Pero si hablamos de un perro para trabajar, no hay otro como el pastor alemán. Luego tengo al padre de Leo, que tiene trece años y se llama Attack. Con ese viví muchos de los fracasos de los inicios, en los que yo fui la víctima… Y luego tengo a Leo y a Xavi. Además de todos los que hay aquí. Porque mi casa es esto. Yo vivo aquí».
Marcos no solo ha heredado el carácter de su padre. También sus manos, que destruyen las tuyas en el saludo de bienvenida. Dos manos enormes, sucias de tierra después de un día de trabajo, y con alguna herida en los dedos y las uñas por alguna dentellada que se escapa. El adiestrador está muy ilusionado con una nueva camada que acaba de nacer en Deport-Can. El mejor se lo quedará él. El resto, los venderá. Su nueva vía de negocio es ofrecer un paquete que incluye el pastor alemán y la formación para hacerlo competitivo. Ahora puede vender que es la instrucción de un campeón del mundo. Siete días de instrucción en un centro que es ya una referencia internacional.
Su vida son los perros, la competición y su novia. El resto le sobra. Aunque su novia suiza es también su alumna y la entrena para que su binomio brille en los mundiales. También lleva a otro binomio de Madrid. Y ahora tiene que convertir a Xavi en un campeón como Leo. Las mentes obsesivas como las de Marcos, como las de Vicente, su padre, no saben de treguas. Siempre tiene que haber más y más y más. Un reto tras otro. Ganar, ser el mejor adiestrador, tener a los mejores perros, convertir Deport-Can en La Masia de los pastores alemanes. En 2019 dejó el triatlón —sí, en el deporte también imitó a su padre, que hizo catorce ironman— después de completar seis medio ironman. Más obsesiones, más competitividad. La vida elegida. «Es imposible entrenar. Yo trabajo aquí de siete de la mañana hasta las doce de la noche todos los días. Yo no hago un viaje por placer desde hace seis años».
Esta capacidad de sacrificio, todo por el éxito, está perfectamente justificada en la mente endurecida por un padre inflexible. «Yo me vine a vivir aquí, en 2019, porque, si quería conseguir lo que perseguía, tenía que dedicarle el día completo. Una jornada normal es para los mediocres, que me parece genial que vivan así. Está muy bien que llegue el fin de semana, descanses, vayas al cine y todas esas cosas, pero entonces no vas a destacar en nada en tu puta vida. Hay que trabajar 24 horas y parar para comer y dormir. Yo he dejado hasta el gimnasio. Yo quería demostrarle a mi padre que podía ser tanto o más que él. Y solo hay un camino. Si haces lo mismo que los demás, serás como los demás. Por eso me hice una casa aquí y dejé mi relación».
Marcos cuenta todo esto mientras mueve sus manazas. Por donde se abre la chaqueta deportiva que viste, asoma una cabecita blanca de perro. Marcos la coge con sus dedos la enseña y luego le da la vuelta para que veamos que detrás lleva el nombre de Leo. Esa cabeza de pastor alemán la talló Vicente, su padre, que siempre tuvo muchas dotes artísticas pero poco tiempo para desarrollarlas. Ahora, ya en la jubilación, ha encontrado al fin el momento para convertir un hueso en la cabeza de Leo. «El problema es que, ahora, mi padre dice que todos los éxitos que consigo son gracias a su amuleto», dice. Y entonces estalla en una carcajada. La primera en toda la tarde.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 109 (noviembre 2023) de la revista Plaza