Se cree que la singularidad tecnológica, un concepto que se ha convertido en una especie de profecía apocalíptica, llegará en el momento en el que la inteligencia artificial será capaz de superar a la humana y adquirir conciencia propia
VALÈNCIA. De un tiempo a esta parte, en medio del chaparrón continuo de noticias sobre la inteligencia artificial (IA), aparece cada vez más la referencia a la singularidad. Un concepto que se ha convertido en una especie de profecía apocalíptica, con una combinación de sentimientos que van del asombro al temor, pasando siempre por el vértigo.
En castellano, singularidad es un término, digamos, más soso, pero en inglés —que es de donde viene el significado actual— conecta con la física del siglo XX, donde singularity se refiere a un punto o un momento, donde una función toma un valor infinito, en especial el espacio-tiempo, la complejidad o cosas así.
La singularidad tecnológica —como la definió el escritor y matemático Vernor Vinge en 1983— es el momento en el que se especula que la inteligencia artificial será capaz de superar a la humana en potencia y capacidad y adquirir conciencia propia. Las máquinas y la programación están alcanzando ya la fase de inteligencia artificial fuerte y generativa (IAG creativa), lo que supone una auténtica explosión de posibilidades. Y de riesgos.
Reflexionar sobre esto lleva a plantear cosas complicadas de definir sobre lo que significa la inteligencia, la conciencia y sobre lo que somos o creemos ser. Uno de los términos más significativos de este advenimiento de inteligencia artificial fuerte sería, además de la conciencia, la intencionalidad, la voluntad y la metacognición. Una inteligencia auténtica requiere de libertad y de voluntad, términos complejos cuando hablamos de mentes artificiales. Cuando añadimos la metacognición y la unimos a una ilimitada cantidad de datos y a una enorme potencia de proceso, tenemos a las verdaderas protagonistas de la singularidad: inteligencias artificiales capaces de aprender de manera acelerada y capaces de superar al ser humano en análisis, predicción y cálculo.
Sí, todo esto suena a Yo Robot, HAL 9000, Terminator o Matrix, pero es que la realidad ya está llegando ahí, y de eso hablan a diario personajes influyentes y reconocidos de la computación y la IA como Bill Gates, Sam Altman, Andrew Ng, Gerd Leonhard, Stuart Russell o Demis Hassabis.
La IA no tiene por qué acertar en sus acciones ni por qué decir la verdad. Al igual que los humanos, la IA tendrá que tomar decisiones sin tener todos los datos, se verá envuelta en contradicciones y dilemas éticos y puede considerar que mentir o dañar puede ser necesario para obtener un objetivo final de mayor valor. Como decía el lema de Tyrell corp, la empresa que fabricaba los replicantes en Blade Runner: «Más humanos que los humanos».
Raymond Kurzweil es un conocido escritor norteamericano, empresario, científico, inventor y músico. Kurzweil predijo en los ochenta que en dos décadas existiría una red digital universal de información y comunicación y se generalizarían la telefonía móvil y los documentos electrónicos. Desde hace años, viene profetizando que, para 2030, un sistema de IA superará el test de Turing, que hace indistinguibles las respuestas de una persona o una máquina y que, hacia 2050, se alcanzará la singularidad tecnológica y entraremos en la era transhumana, un momento quizás más trascendente que la aparición del homo sapiens. No es solo un cambio tecnológico, es un cambio de era geológica.
Ahora se entienden los riesgos que, en materia ética y de pérdida de control humano, entraña la inteligencia artificial real, la que ya está aquí. Todo va a cambiar y mucho, pero habrá que confiar en el optimismo realista del gran visionario que fue Isaac Asimov y en la esperanza de que el enorme reto que llega sea superado mediante una evolución híbrida y próspera de los humanos y sus descendientes digitales.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 120 (octubre 2024) de la revista Plaza