VALÈNCIA. Alquileres que rozan la estratosfera, edificios enteros reconvertidos en colmenas vacacionales para turistas, pisos en venta a cambio de un par de primogénitos y 23 elefantes con buena salud… La vivienda o, más en concreto, las dificultades para acceder a ella es un asunto que atraviesa la existencia de un alto porcentaje de mortales. Las tensiones inmobiliarias han conquistado un espacio propio en el imaginario colectivo de nuestro día a día, pero, ¿han logrado también abrirse hueco en las ficciones contemporáneas?
Refugio o mazmorra, no hay duda de que la casa es un elemento fundamental en muchos relatos. De hecho, la escritora y guionista Elisa Ferrer adora las ficciones en las que los espacios que habitan los protagonistas “se convierten en un símbolo, en una alegoría. Por ejemplo en Rebecca, la novela de Daphne du Maurier, llevada a la pantalla por Hitchcock. La mansión, Manderley, simboliza para la protagonista a la mujer muerta de su actual marido que, de algún modo, sigue viviendo a través de los espacios, los recuerdos, el comportamiento de la gobernanta…”. La autora de El Holandés y Temporada de avispas (Tusquets) recurre también al cuento Casa tomada de Julio Cortázar, “la vivienda tiene vida propia y va expulsando poco a poco a sus protagonistas, unos hermanos mayores que nunca se casaron ni hicieron vida fuera del hogar de sus antecesores. Un espacio alegórico de la situación de Argentina en un momento concreto”.
Ferrer también se desliza por los espacios de Nuestra parte de noche, la novela de Mariana Enríquez “donde las casas parecen una cosa por fuera, pero se transforman al cruzar el umbral”. También le impactó la casa de Colometa, en La plaça del diamant, de Mercè Rodoreda: conforme la protagonista “va ahogándose por las circunstancias, se convierte en un espacio opresivo tomado por las palomas que han ido ampliando su espacio desde el palomar hasta dentro de casa, colonizándola”.
Para el periodista cultural y escritor Francesc Miró, en las ficciones audiovisuales, “al menos en las buenas, el espacio que alberga la historia es un elemento crucial en la puesta en escena, en la composición de cada plano y en el tono que sus creadores deciden que tenga. Si la casa es un elemento opresivo para lo que quieres contar –se me ocurre La trinchera infinita-, las paredes, iluminación y muebles deben transmitir esa opresión. Si es un espacio de liberación o contrastes –como el choque entre lo impoluto de las casas de Big Little Lies y sus miserias psicológicas–, también debe reflejarlo. Un ejemplo maravilloso es Parásitos, que muestra cómo vive el 'servicio' de una familia acaudalada y aprovecha ambos espacios para reflexionar sobre cómo opera la arquitectura de la desigualdad”.
“Las casas son personajes propios de la ficción. Esas cuatro paredes simbolizan muchas facetas de quienes las habitan. Más allá de lo material, recogen el ambiente que permea las relacione humanas – relata Lucía Navarro, editora en Barlin –. Es ahí cuando el hogar se puede erigir como símbolo de la opresión, barrera para el crecimiento y la liberación… o al contrario. Es algo que se puede extender a un pueblo o lugar concreto. ¿Cuántas veces hemos visto al personaje que sube a un coche en busca de la libertad? ¿O al adulto que regresa a su hogar de la infancia para resolver un conflicto pasado?”
Aquí Navarro pone en danza unos cuantos títulos: Un amor, de Sara Mesa, “donde la casa decadente refleja la precaria situación emocional de la protagonista, que parece desdibujarse junto a ella. La introspección metafísica que se produce en La pasión según G. H., de Clarice Lispector, nace de un encuentro en una habitación. O La espuma de los días, de Boris Vian, donde la casa se modifica y va menguando con la enfermedad de su protagonista. Al fin y al cabo, las casas son un reflejo de nosotras mismas”. Y según la productora audiovisual y crítica cinematográfica Clara Gorría, si hablamos de productos meramente comerciales, “de Netflix puro y duro”, las casas exhibidas se encuentran entre “lo aspiracional y el privilegio total”.
A fuerza de repetición, se ha convertido casi en un lugar común que en ciertas ficciones los personajes habiten viviendas que, según su estatus socioeconómico (otorgado por esa misma ficción), jamás de los jamases podrían permitirse. La contradicción resulta especialmente sangrante en el terreno audiovisual, donde abundan los protagonistas supuestamente precarios con casas de ensueño. Ferrer recuerda estar viviendo “en un Madrid imposible (antes de mudarme a una València que pronto se ha convertido en imposible) y ver series donde la gente tenía trabajos normalitos y vivía en pisos que de ninguna forma podían pagar. Esto siempre ha sido un defecto de la ficción televisiva patria que, poco a poco, va teniéndose en cuenta”. En cuanto a ese desequilibrio entre el supuesto estatus económico de los personajes y la inverosimilitud de sus hogares, Miró recupera el debate que se produjo sobre la casa de una fotógrafa freelance en la almodovariana Madres Paralelas: “fue sano para sacudir el imaginario: no es posible que ese personaje tenga semejante casoplón. Muchas veces el creador de una película no ha tenido mucho contacto con algunas realidades materiales que sus protagonistas experimentan –no tiene por qué–, otras esto se pasa por alto en pos de un dramatismo o una dirección de actores concreta”.
Precisamente para sortear esa suerte de disonancia cognitiva, algunos guiones incluyen ciertas circunstancias extraordinarias que justifican el acceso de ese personaje a ese hogar sin tener que recurrir a prácticas que esquiven la legalidad vigente. ¿Los clásicos? Una oportuna renta antigua, una herencia inesperada, la posibilidad de habitar el apartamento de un conocido que te lo alquila por un precio irrisorio a cambio de que lo ‘cuides’ mientras está en el extranjero... Vamos, que incluso en la ficción, la auténtica ganga inmobiliaria es tener los contactos adecuados. “El espectador no te va a comprar que puedas disfrutar de ese domicilio de forma `normal´. Por ejemplo, en Tenéis que venir a verla, de Jonás Trueba, es el chalet del tío de un personaje”, señala Gorría.
A este respecto, Ferrer lanza algunas referencias compartidas: en Friends “siempre recordaban que el piso de Rachel y Monica era de renta antigua y estaba a nombre de la abuela porque, si no, ¿cómo pueden vivir una cocinera y una dependienta en un apartamento grande, luminoso y en medio de Manhattan? Y en Sex and the City me sorprendía el tren de vida de Carrie Bradshaw. ¿Cómo podía esa mujer, escribiendo una columna semanal, permitirse ese alojamiento en el centro de Nueva York y estar siempre de bares? Pensaba: ‘¡Hay algo que no me están contando!’”.
Esas incongruencias inmobiliarias no perturban demasiado a Gorría: “no me sacan mucho de la trama. Obviamente, depende de lo honesto que sea el producto. No le pido la misma honestidad a una historia de realismo social que a un capítulo de Friends. Hay títulos en los que busco diversión, no realismo. Pienso también en casas estrambóticas, como el chalet fantasioso y de aires futuristas de Mi tío, de Tati. En ese entretenimiento, que los domicilios sean poco realistas lo encuadro en la propia suspensión de la incredulidad. Entro en ese mundo ficticio para no pensar en los desconchones de mi pared, no para estresarme con los desconchones que los personajes no están arreglando”.
Regresamos al apartamento (y los zapatos) de Carrie, que también genera dudas existenciales en Navarro: “como este, hay muchos casos que transmiten que habitar una casa sea algo desligado de los ingresos económicos, asuntos sin relación. Parece que tener una casa bonita en un buen barrio es algo que simplemente está ahí si vamos a buscarlo, pero actualmente muchas personas no pueden adquirir una casa a no ser que tengan un salario estupendo, que hayan ahorrado viviendo con sus padres o que hayan heredado un piso. Y a veces ni eso”.
Encontrar un alquiler asequible y digno, vivir a menos de dos horas de distancia de tu trabajo o tus seres queridos o la doble carambola con triple tirabuzón de adquirir un domicilio en propiedad se han convertido en una fantasía imposible para gran parte de la población. Fuera de las pantallas y las estanterías, el terror inmobiliario protagoniza sobremesas, terapias de barra de bar, charlas junto a la máquina del café y grupos de WhatsApp, pero ¿está ocupando ese mismo rol preeminente en la ficción? ¿Hay hueco en ella para la gentrificación, la pobreza energética y otras hierbas similares de la angustia urbanística?
Aquí Miró entona un contundente “No”. “La frustración, la normalización de la precariedad, el miedo, la ansiedad, el dolor, el absoluto pavor que produce el tema de la vivienda –desde que te suban el alquiler a no encontrar nada que puedas pagar, pasando por ver tu domicilio convertido en un Airbnb–, no se está explotando en nuestra ficción. Tardamos años en tener dramas sobre las hipotecas y los desahucios como En los márgenes, así que aún queda un tiempo para ver esto en el cine”.
Una postura a la que se suma Gorría: “Pensando en cintas recientes, están hablando más de personajes que abandonan su vivienda habitual y van a otro lugar, especialmente urbanitas que se marchan al campo. Lo tenemos en Cinco lobitos, Creatura, Los pequeños amores…No estamos viendo ante las cámaras los problemas de conseguir alquilar un apartamento o los efectos de los pisos turísticos”. Y así, todas esas discusiones de la vida real sobre hipotecas, caseros y alquileres “se están quedando fuera de campo”.
Entre las excepciones actuales, Ferrer destaca The Architect, “una distopía no tan distópica en la que a una arquitecta se le ocurre convertir aparcamientos subterráneos en edificios residenciales en un momento en que la ciudad se ha convertido meramente en un lugar de consumo” . De hecho, Navarro incide en que “no estamos tan lejos de llegar a ese escenario. Vemos bajos convertidos en viviendas turísticas, se alquilan pisos diminutos o viejísimos por precios desorbitados en las afueras. Estamos presenciando el camino hacia mundos que no nos gustan…”.
Gorría recomienda también pasarse por ese garaje noruego con mamparas (por un precio muy asequible) y añade un par de recomendaciones más que ponen la vivienda en el centro. Por un lado, Inmotep película que se sumerge en el mundo de las fotos de stock. Y, por otro, Sis dies corrents, que narra la jornada laboral de tres fontaneros en la periferia de Barcelona. Miró se suma a esta referencia y añade otros retratos “realmente certeros de realidades materiales concretas, como los pisos de Techo y comida o Verónica”.
Cuando la realidad se vuelve insoportable, la ficción se erige como plan de fuga definitivo. Frente a ofertas de pisos fantasmagóricos, armarios escoberos reconvertidos en ‘coquetos’ estudios e hipotecas pantagruélicas, nos zambullimos en las demarcaciones de la fantasía. ¿El objetivo? Confeccionar un inventario de domicilios soñados a los que huir cuando llegue la próxima subida del alquiler. Ejercitar el músculo de la imaginación no resolverá de un plumazo los problemas de la vivienda, pero siempre reconforta recordar que la posibilidad es un horizonte y no un pozo.
Empezamos con la wishlist de Ferrer, que aprovecha la temporada estival para trasladarse imaginariamente a “la casa de Dickie Greenleaf, en la ciudad ficcionada de Mongibello que Patricia Highsmith sitúa en la Costa Amalfitana en El talento de Mr. Ripley (o a Atrani, como la han adaptado en la serie de Steve Zaillian), antes de que llegue un especulador, una plaga de turistas (o el propio Tom Ripley) y me echen”.
“Puestos a escapar, me fascina la casa de Sam y su familia en Better Things – narra Miró–. Tiene un espíritu hogareño y una decoración caótica como solo puede ser un lugar donde ha vivido mucha gente. Tampoco me importaría habitar algunos escenarios de los cuentos de las estaciones de Rohmer. Poseen algo que me encandila. A la vez, son enclaves que necesitarían un potosí de mantener, pero como hablamos de fantasear…”
Navarro se queda con la villa italiana de Call me by your name, “tal cual la muestra Guadagnino. Aire mediterráneo, colores cálidos, mucho silencio (únicamente interrumpido por un piano de cola en el salón principal). Un lugar para descansar, crear y compartir; con un gran jardín y una biblioteca. Tampoco tendría problemas en vivir en la casa que reformó May Sarton en Anhelo de raíces (Gallo nero).
“Tengo alto el sentido de la envidia inmobiliaria – confiesa Gorría–. Siempre que veo una casa que me gusta me imagino pasando una temporada allí. Mi primera opción sería la preciosa vivienda veraniega de Bonjour tristesse, me encanta su arquitectura, su mobiliario y, sobre todo, poder salir a bañarme allí. Para la rutina, elegiría una vivienda sesentera como la de El apartamento, con algo así me bastaría. También pasaría por la edificación de Mi tío: divertida, estrafalaria y nada minimalista, con sorpresas en cada esquina”.