Cerca de cumplir los sesenta años, el arquitecto valenciano sigue anclado a una casa-taller en Ciutat Vella, que se asemeja a su propia cáscara. Desde allí, ha iniciado el proceso de internacionalización de su firma con la sensación de estar en un nuevo principio
VALÈNCIA. En un momento, Ramón Esteve se saca, no se sabe de donde, uno de esos libros que su estudio de arquitectura y diseño edita solo para los clientes a los que construye sus casas. Viéndolo me dan ganas de hacerme la casa para conseguir el libro. Incluye la evolución constructiva y el resultado final. Muchas fotos. Es la Casa de la Roca, al norte de Barcelona, sobre una ladera frente al mar: pinos, encinas, alcornoques, Mediterráneo.
En las primeras páginas, aparece él señalando la parcela virgen antes de que se levante el hormigón y la piedra. La foto del minuto cero. Allí, rodeado de gente, se encuentra solo ante la orografía y comienza a intuir por dónde crecerá la casa. El objetivo: convertirla en una forma más de ese continuo natural.
Cuando asistió a la escena, encaramado a la colina, pensó en unas palabras del arquitecto pope Frank Lloyd Wright, y que ahora pronuncia. Las paladea y suenan a un código con el que sellar una liturgia; dan ganas de ponerse firmes: «Ninguna casa debería estar nunca sobre una colina ni sobre nada. Debería ser de la colina. Perteneciente a ella. Colina y casa deberían vivir juntas».
Esa imagen, la de Ramón Esteve entre gente, pero encerrado en sí mismo, mirando a un punto, desencriptando el entorno para encontrar la resolución a un rompecabezas, parecerá la escena definitiva que ha marcado cada una de sus principales historias, camino de los sesenta. No basta con estar, se trata de ser. Abierto y cerrado, como si cada estado fuera una misma modulación.
Como cuando vio el solar de esta misma casa, donde ahora hablamos. Vive y trabaja en una suerte de vivienda-taller que ya parece su propia cáscara. Pasa como con los perros y sus amos, cada vez Esteve y su casa se parecen más entre sí. Representa la esencia gremial de aquellos oficios en los que se trabajaba en el bajo, y se vivía arriba.
El niño tímido, retraído, más preocupado por desarmar los mecanismos de un juguete que por montar colla, vivió sus primeros años en València. Luego la familia —quizá para que dejara de destrozar el regalo de Reyes— se volvió con él a Ontinyent. De allí a Madrid para estudiar Arquitectura. De nuevo Ontinyent, donde realizó los primeros encargos. Finalmente, la inercia lo puso dando vueltas por Ciutat Vella, en busca de un lugar para situar su estudio. Se le apareció como se aparecen los restos arqueológicos. «Hay por aquí un solar…», dice que le dijeron. En la plaza Pere Borrego, zona caliente de Na Jordana, entre calle Museu y Portal Nou. «Quería ir a un lugar donde estuviera la identidad de la ciudad. Y la identidad está en El Carmen, es donde se cuenta con más claridad lo que ha sido València». El lienzo en blanco a principio del siglo. Además de con un solar, se encontró con Ignacio Casar Pinazo, arquitecto inspector de Patrimonio en la Generalitat. Hicieron buen ticket. Cerca de tres años después, y unos cuantos disgustos pasajeros, una nueva unidad crecía en el casco histórico. Luz de poniente. La geolocalización de Esteve en el mundo durante todo este tiempo.
Es uno de los arquitectos valencianos más reconocidos, protagonista de los últimos veinticinco años de la ciudad. Algunas de sus casas, de una mediterraneidad orgánica, han ejercido de sello con el que identificar su trabajo. En cambio, sus últimos proyectos en restauración patrimonial (Bombas Gens en València y los próximos Centre Raimon de Xàtiva, Conjunto Rodes en Alcoi o el Conjunto Industrial Las Cigarreras de Alicante), así como urbanizaciones nuevas como Jubail Port, en Abu Dabi, han levantado la dimensión de un estudio que aspira a obtener de la permanencia local y la movilidad internacional su propia lógica.
La persona detrás del arquitecto permanece en la ambigüedad de quien apenas admite tópicos. En su propia torre de marfil pero a lomos del hedonismo («no soy un monje», avisa para que luego no haya quejas), con un porfolio de viviendas flamantes y, a la vez, con espacios colectivos abiertos a la ciudadanía. Una esencia que encaja con el pensamiento desde sus primeros años de formación: «cuando entiendo que en la arquitectura es la tradición la que inspira la modernidad, renunciando a un posmodernismo más teatral, más hueco. Lo primero, cuando voy a construir en un sitio, es entender el lugar, ver qué ha pasado antes. Eso es la tradición». En lugar de fracturar, enlazar.
Cuando su padre, también Ramón, topógrafo y dedicado a la construcción, comenzó a introducirle en las obras, aquello le sirvió de expedición a un mundo repleto de pequeñas artesanías que le ofrecían respuestas. Al mismo tiempo, abrió las primeras brechas. Si un padre y un hijo están obligados a encontrar tema con el que tener una buena pelotera, Ramón Esteve y Ramón Esteve discutían de casas y edificios. «Cuando hablábamos de arquitectura nuestras visiones no tenían nada que ver». Fueron los últimos años en los que la arquitectura veía a España por el retrovisor. «Se trataba de convencer de que otra forma de hacer las cosas era posible. No por estilo, sino por ser coherente con tu época».
Y llegó Na Xemena, en Ibiza, en un proceso de 1996 a 2003. Ante todo, un inicio: «recuerdo a un amigo que fue y me dijo: "es la primera vez que estoy en una casa moderna"». Era, también, la primera vez —o la más definitiva de las primeras veces— a partir de la cual «expresar la forma de hacer arquitectura de una manera contundente —dice—, desde muchos puntos de vista: la relación con el lugar, físico y cultural». El país se había reformado y Esteve —porque no es un monje— acudía a su fiesta de reapertura.
Antes de todo eso hay una casa en la plaza de la Concepción de Ontinyent. Una familia, la suya, que se distribuye a lo largo de sus tres pisos. Sus compases en una estructura cercana, en una ciudad pequeña, terminan por influir en la propia personalidad, cree Esteve, quien se mira a sí mismo como quien ojea a un viejo conocido: «me vino muy bien por muchas cosas: en una ciudad más grande al final acabas segmentándote, perteneces a tu tribu, pero Ontinyent te hacía mezclarte, te da una visión del mundo mucho más rica». Ramón en la plaza, en la glorieta, en el descampado; Ramón de vuelta ante el grito de ‘a sopar!’.
Esa casa encerraba un búnker personal: el trastero que, el arquitecto por llegar, conformaría a su gusto desde que tenía diez años. Sus maquetas, sus aviones, sus instalaciones eléctricas. «Si llegaba un juguete no pensaba en el juguete, sino en cómo desmontarlo y extraer sus piezas». Fue su particular garaje a la californiana, solo que en un trastero de la Vall d’Albaida. El campo de pruebas también ante sí mismo: social, pero solitario. «Nunca he sido de grandes grupos de amigos, necesitaba mi propio espacio».
Las visitas a talleres con su padre catapultaron la siguiente pantalla: conocer el hardware de las cosas. «¡Fusteria Barberà!», recuerda con cierto aire proustiano. La enseñanza de que los resultados requieren paciencia de artesano. Cree que allí nació su vocación de arquitecto que también diseña muebles. «Nunca quedaba con los carpinteros en la obra, iba antes a sus talleres». Entender las formas de todos los elementos que entran en juego en una casa le permitiría tomar metros de ventaja. «Cuando llegué a estudiar estaba hasta las narices de ver hormigón, hierro, vigas. Fue determinante para mi formación técnica».
Sin pasar por ningún otro estudio ni trabajar para empresas ajenas, se convirtió en arquitecto para sí mismo. De algún modo, quería seguir en el trastero: poder controlar el proceso y controlarse a sí mismo. «Desde el principio sabía lo que quería». Comenzaba la búsqueda de una identidad que persiguió a partir de cierto deseo de camuflaje: «tenía que pasar por la neutralidad. Buscaba representar una arquitectura que, de alguna forma, debía ser anónima. Quiero que mi obra sea mía, claro, pero me gusta que, teniendo carácter, se integre en la ciudad. Si es en el campo y en un paisaje, quiero que esté ahí, pero que se integre». Es la misma distancia que hay entre la voz firme y el grito.
Entre las salas de la casa-taller en el Carmen se perciben las almas de la ciudad siempre en calma. Podría sonar, aunque no lo hace, la playlist del usuario ‘Ramon Esteve’ en Spotify. Se llama Jazz Refugio y contiene 78 horas y 50 minutos. Será la banda sonora que guíe al arquitecto hacia su porvenir. Comienza por Bill Charlap.
Como en aquella colina, señalando al horizonte, Ramón Esteve indica con la mano derecha (la izquierda la tiene entre algodones; se dio un piñazo con la bici de montaña) lo que está por llegar. Ante el cliente, ante su estudio, ante la relación con su equipo, ante la internacionalización, ante sí mismo. Por orden.
Habría dos tipos de cliente. Los que llaman a un arquitecto para que les dé solución y los que llaman para decirle al arquitecto cuál es la solución. Bueno, habría un tercero: los que lo llamaríamos para conseguir el libro. Igual que tira de instinto cuando llega a la montaña, al centro urbano o al viejo complejo industrial y sale el primer día con un esbozo de la idea, en esos primeros momentos también se dará un tanteo con el posible comprador: «los mejores proyectos los he hecho con los mejores clientes». En cambio, si en ese olfateo inicial queda claro que el cliente no sabe hacia dónde quiere llegar, será mejor apearse a tiempo: «es una convivencia para mucho tiempo».
Percibe algunas de sus casas como un traje de alta costura, esto es, un hogar hecho a medida. Por tanto un trabajo que debe tratar la personalidad del cliente, tomar sus referencias y no solo las del arquitecto. «La mayoría de las casas, cuando he vuelto con el tiempo, no estaban estropeadas y es porque los clientes se han identificado con ellas. Sienten su casa como propia y esa es la mejor manera de cuidarlas».
Nueva canción. Suena Chet Baker. Ramón Esteve señala a su equipo y a su estudio, que está tras el cristal a este lado y en el balcón de enfrente. Porque a la casa —como si le salieran ramas— le ha crecido una planta nueva en el edificio de delante. Alberga su vertical dedicada al diseño de mobiliario.
Junto a Juan Ferrero, socio gerente de la marca —una de esas personas con la habilidad para estar un segundo antes de que alguien vaya a citar su nombre—, tomaron un pequeño piso familiar de Ontinyent. Conforme crecían se encontraron en la calle Jorge Juan de València hasta ser quince. Ferrero había estado formándose para dirigir, habían contratado a consultores, habían asumido su realidad: «la palabra empresa —sigue Esteve— me sonaba como algo que no tenía nada que ver con el arte, como que era una traición. Cuando empiezas a preguntarte, piensas: si todos los estudios que me gustan son empresas. Es como cualquier empresa de moda, está la más básica y la más elitista o la más práctica, la más funcional, la que hace uniformes de policía y de trabajo o la que que hace alta costura. Tú tienes que ver a qué segmento quieres pertenecer».
Ahora son algo más de treinta personas. Acaban de abrir una oficina en Madrid, un escenario que Esteve resuelve sin demasiadas alharacas. «Mientras que a China me puedo ir y trabajar desde València con proyectos de allí, para moverme por España nos facilita mucho el trabajo estar también en Madrid». Una consecuencia radial.
Su equipo, distribuido como en una redacción de periódico (aunque con más gente que en casi cualquier diario), se reúne los lunes para repasar la programación. Todos, menos él. «Me han echado de esas reuniones. Los volvía locos a todos». Han estructurado al grupo a través de una distribución bocetada, similar a la de un bufete de abogados, a través de jefaturas de equipo. El rol de Esteve se parece más al del cocinero que se asoma para oler los platos. Antes ha ido al mercado a revisar el género, y después acudirá a la mesa para asegurarse que todo salió bien.
Nueva escena. Cambio de pista. Sonará Eliane Elias. Ramón Esteve aparece con su iPad en salas de espera de estaciones y aeropuertos. Dibuja. Contradice la condición de no-lugares que se atribuye a los espacios en tránsito. Son escenarios idóneos para trazar. «Hace tiempo que no toco el ordenador. Me dedico a dibujar y corregir sobre los planos a mano. Y a viajar». Ramón Esteve, la empresa, mapea México, Estados Unidos, Emiratos, Dinamarca o Italia, donde ultiman una casa en la Toscana que, al acabar, más que un libro requerirá una película romántica.
Al volver al hogar, vuelve también a la oficina. Parecería que para escapar del trabajo en lugar de ir a casa debe marcharse de ella, pero desmitifica su necesidad: «es que no quiero desconectar. Claro que no me gusta que me molesten en momentos de tranquilidad, pero es importante que los proyectos estén presentes en la cabeza. Esto es lo mío, es lo que me gusta».
La misión de estar presente en otros países, de internacionalizarse, cumple con la necesidad de tener planes B, de no depender solo de los proyectos interiores —«en la pandemia nos salvó»—, pero deduzco que también comprende la propia excitación por superar corsés. Urbanizaciones, casas y hoteles. Con el ICEX (la oficina española de exportación e inversiones) por sherpa, andan en ese estado en el que uno se mira al espejo y necesita decirse varias veces que puede. Es la principal discrepancia entre un italiano y un español: si el afán del primero es convencer al prójimo, el segundo tiene antes que convencerse a sí mismo. «Ahora mismo podemos trabajar de forma internacional con mucha precisión, siendo muy competitivos. Si aquí, entre comillas, hemos podido llegar a resultar caros, a nivel internacional somos baratos aun con calidades altas». Entre tanto a Esteve le van viniendo países tal que si abriera de repente una página de un atlas: «en Chipre hemos comenzado a…».
Últimas notas. 78 horas y 50 minutos después, la canción que suena en su lista de reproducción es Out of the Darkness, and into the Light, de Benny Golson. Ramón Esteve parece descargado del peso de tener que levantar una firma. Debe ayudar que, por primera vez, siente que cede ante su propia presión por controlarlo todo. «El talento no es diseñar bien, sino generar un equipo que lo haga con la misma calidad. Es lo que te permite abarcar más, sabiendo que vas a responder. Pero para eso hay que permitirse confiar. Si tu gente siempre está bajo tu paraguas y no arriesgan, nunca van a dar ese paso. Evidentemente, es un riesgo compartido: si se equivocan, eres tú quien está equivocándose».
Repasa el nombre de algunos de los arquitectos que más le gustan. La mayoría tienen un denominador común: sus mejores proyectos comenzaron a partir de los cincuenta. Se encuentra justo bordeando esa aspiracionalidad. «La arquitectura es una disciplina de gente mayor —explica—. Las mejores obras vienen con la madurez. El conocimiento técnico lo puede tener una persona joven bastante espabilada, pero muchas veces es necesaria una madurez personal, tienes que haber vivido».
El arquitecto de Philadelphia Louis Kahn aparece en la biblioteca. «Empezó casi a los cincuenta años y, en apenas veinte, hizo una obra vastísima». Sin la presión de justificarse, y yendo contracorriente, el arquitecto Esteve se siente más cómodo conjugando el futuro que el pasado: «estoy en un momento que es como un principio. Digamos que estoy en el momento en que si hago algo bueno, muy bueno, sucederá a partir de ahora». Es una advertencia que parece tener un único destinatario: él mismo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 107 (septiembre 2023) de la revista Plaza