VALÈNCIA. Me cuesta escribir de ti, mamá, porque estás muerta. Maldito sea mayo, maldito sea el número 11, malditos todos los sábados. Hoy hace 22 días que falleciste por una parada cardiorrespiratoria. Todo fue muy rápido aquel fin de semana. La llamada urgente de Paquita, tu vecina, el viaje precipitado a nuestra tierra, el alivio de encontrarte con vida en las urgencias del hospital, tus lágrimas y mis caricias, cómo te tocaba el pelo, te iban a dar el alta, pero te detectaron un trombo en el pulmón. Era prudente que pasaras el fin de semana en el hospital. El sábado desayunaste y comiste poco. Desde hacía meses habías perdido el apetito. Hablamos de nimiedades, de política barata, del susto del día anterior cuando te bajó la tensión. Me despedí de ti para ir a comer. Mi hermano me iba a dar el relevo. No volvería a verte con vida. Por la tarde, al poco de llegar a casa, recibí una llamada de mi hermano: «Coge un taxi y vente corriendo al hospital». Habías tenido una parada cardiorrespiratoria. Los médicos te salvaron, pero el corazón estuvo parado quince minutos. La espera desasosegante en la puerta de la UCI. No nos dejaban verte. Las nueve de la noche. Una joven médica nos aconseja irnos a dormir. Estoy agotado. Mientras mi hermano y yo cenamos en un bar, tú agonizabas. Yo apurando mi copa de vino tinto, y tú muriéndote. ¡Qué duro es recordarlo! La llamada de la doctora cuando regresábamos a casa. La certeza de que todo se ha consumado. Las lágrimas, los pasos acelerados, el abrazo del hermano, la puerta de la UCI que se abre; la cara de la doctora, de una tristeza profesional, confirma lo que temíamos. Mi madre acaba de morir, a los 84 años, de una segunda parada cardiorrespiratoria. Los sollozos, la pena negra, la primera orfandad, la tila ofrecida por una enfermera, los besos en tu frente aún caliente, la mandíbula desencajada, el rigor mortis, tú ya no eras tú y tu espíritu había volado.
No me hago a la idea de perderte, aunque sabíamos que vivías en tiempo de descuento. No te operaste por miedo. Todo me recuerda a ti. Las calles, con sus comercios y cafeterías, los retratos, tu ropa, la televisión que te compraste para ver El hormiguero. La casa está en silencio, de un silencio que hiere, pero oigo las toses que me llegan de tu dormitorio, que te amargaron la existencia durante tantos años.
Leí, mamá, que los padres sois el muro que protege a los hijos de la muerte. La mitad de ese muro se ha derrumbado. No me da miedo, créeme
Me acuerdo de la noche que te velé. Estaba solo y encerrado en el tanatorio. Sabes, mamá, casi nadie vela a sus muertos. El rito se ha perdido, los muertos amargáis la fiesta; por eso la muerte se esconde como a un pariente pobre, todo lo más es un trámite burocrático, un ir y venir por la funeraria, la notaría, los bancos… Lo que sucede después es la prosa de los números y las desavenencias familiares.
Me he quedado muy solo con tu marcha. Sin ti voy a ser otro. Tu generación, la de mujeres que cumplieron como esposas y madres, se acaba. Nadie os ha reconocido cuánto amor y cuánto sacrificio pusisteis. Y ahora te pregunto, mamá, ¿con quién voy a hablar cada noche? «Dime, hermoso», decías al descolgar. Nos hacíamos compañía poniendo a parir al tirano y a los mierdas de la oposición.
Sólo queda papá, y te prometo que cuidaré de él. Leí, mamá, que los padres sois el muro que protege a los hijos de la muerte. La mitad de ese muro se ha derrumbado. Lo veo. No me da miedo, créeme. Lo que me da pavor es perder la cabeza, no ser yo, una larga agonía que parezca un castigo del diablo.
Para mí todavía estás viva; a cambio, yo he empezado a morir. Mientras yo te recuerde, no habrás muerto del todo. Dame tu guía y tu luz, protégeme y ayúdame en los tiempos difíciles. Antes o después llegará el blanco día en que nos reencontraremos, cuando lo decida el Cristo de Medinaceli, del que eras devota. Hasta entonces pídele por tu hijo mayor, Francisco Javier, porque toda ayuda será poca.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 117 (julio 2024) de la revista Plaza