Los expertos en bosques coinciden en que la única forma de evitar incendios cada vez mayores y más peligrosos es frenar el abandono del mundo rural y fomentar la actividad agrícola y ganadera en el monte
VALÈNCIA. Canadá está ardiendo por los cuatro costados este verano. El fuego ha arrasado más de tres mil hectáreas en la isla canaria de La Palma. Apenas iniciada la primavera, un incendio calcinó casi 5.000 hectáreas de bosque en Villanueva de Viver (Castellón) en un perimetro de cincuenta kilómetros. El peor año fue 2022 —treinta mil hectáreas devastadas— desde 2012 para los bosques valencianos.
El fuego es consustancial a la naturaleza, especialmente en una zona con altas temperaturas y pocas lluvias como el Mediterráneo, pero ahora se puede dar una tormenta perfecta para que el número y virulencia de los incendios sea demoledor, con costes incalculables no solo en términos ecológicos, sino con potenciales efectos sobre la vida y la hacienda de las personas.
El cambio climático amenaza con drásticos aumentos de la temperatura y sequías aún más pertinaces, lo que convierte el monte en un polvorín. Dada la enorme capacidad de regeneración de la naturaleza —recuperar una zona quemada de forma relativamente rápida es posible incluso sin la intervención del hombre— los expertos ponen el foco, con matices, en la prevención del fuego.
Esa es la opinión de Rafael Delgado, profesor en el departamento de ingeniería rural de la Universidad Politécnica de Valencia. «En general, en la Comunitat Valenciana tenemos unos terrenos forestales con una buena capacidad de regeneración postincendio. De hecho, la regeneración artificial debe ser más la excepción que la regla, en aquellos lugares donde la natural no funcione y cuya regeneración sea necesaria». Delgado es también presidente de la Plataforma Forestal Valenciana, una asociación, con presencia de propietarios de terreno, colectivos de agricultores y otras organizaciones que promueve una gestión activa del bosque.
«Hay que quitar el foco del problema cuando ha sucedido y ponerlo en evitar los grandes incendios del futuro, favoreciendo todas las actividades que permitan al territorio tener una mayor resiliencia y resistencia frente al fuego. El abandono del territorio, la despoblación rural y la desagrarización son las principales causas de que los incendios sean tan catastróficos en la actualidad. Si queremos que los incendios dejen de ser un problema estructural, hay que incidir sobre cuestiones transversales, principalmente socioeconómicas, que vertebren el territorio. No hay otra manera».
En la misma línea se pronuncia Eduardo Rojas Briales, presidente del colegio de Ingenieros de Montes de España y exresponsable del departamento forestal de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). «Obviamente, la causa de la sobreexposición a megaincendios es la continuidad y alta carga de combustible por abandono rural y ausencia tanto de gestión forestal como de agricultura y ganadería extensiva que reduzca la continuidad horizontal y vertical del combustible».
Rojas, que lleva más de veinte años como profesor en la Universitat Politècnica de València, es crítico con las posiciones de algunos políticos y ecologistas. «El haber abandonado a su suerte más de la mitad del territorio no genera una naturaleza virgen y mítica como se nos ha pretendido vender, sino una tremenda e irresponsable acumulación de combustible. Hace falta volver a trabajar la montaña para reconstruir y mantener paisajes más resilientes ante el cambio climático, producir alimentos de alto valor que hay que retribuir y generar energía renovable que de otra forma se quemará igual y sin aprovecharse pero en forma de terribles y costosísimos incendios —dice Rojas. O gestionamos el territorio o se quemará». ¿Y cuándo se queme?
Rojas tampoco pone el foco ahí. A veces hay que actuar con premura, en otras lo mejor es no hacer nada. «Si hay que eliminar la madera muerta, debe hacerse cuanto antes. Si las especies de la zona no se regeneran, como pasa con el pino laricio en Castellón, hay que plantar una mínima densidad el primer invierno. Por el contrario, si hay pino carrasco de más de treinta años o frondosas rebrotadoras habrá que guiar ese proceso, aunque requiera de actuaciones escalonadas. El problema es que tras cinco, diez o veinte años nadie recuerda ese incendio y por eso los alcaldes reclaman actuaciones inmediatas». La clave, insiste, es gestionar el territorio.
«En vez de obsesionarnos en hacer lo que menos hace falta —plantar árboles sobre campos abandonados que podrían servirnos de cortafuegos— debemos gestionar esos espacios de otra forma. Por ejemplo, la aportación de los bosques mediterráneos en la lucha contra el cambio climático es modesta por sus características y porque apenas suponen el 1% de los bosques del mundo, pero pueden ser útiles de otra forma: si son más resilientes, evitarán las emisiones de los megaincendios, y además pueden proporcionar biomateriales excepcionales en la lucha contra el cambio climático (madera, leñas, corcho, esparto) y alimentos de gran calidad (carne de caza, miel, aromáticas, hongos)».
Delgado y Rojas hablan de políticas equivocadas o ausencia de gestión forestal. Diego Marín y Julio Gómez Vivó lo niegan rotundamente. El primero ha sido responsable de prevención de incendios de la Generalitat Valenciana hasta el cambio de gobierno materializado en julio. El segundo, director general del medio natural. Ambos mencionan varias medidas para compaginar, siempre con criterios de sostenibilidad, la actividad humana en la creciente masa forestal valenciana: recuperación de bancales abandonados que, por ejemplo, formen parte de las redes de cortafuegos, ofertar de forma gratuita los pastos en montes de propiedad de la Generalitat para fomentar la ganadería, permitir, de manera planificada, la extracción de la madera que asegure la conservación o el aumento de la biodiversidad forestal o permitir pruebas deportivas, con limitaciones, por itinerarios previamente aprobados.
Marín y Gómez Vivó, sin embargo, comparten el diagnóstico de los ingenieros forestales: las zonas forestales son un polvorín. «Los bosques mediterráneos están fuertemente ligados a las zonas rurales y proporcionan una gran variedad de beneficios a la sociedad. Tras milenios de aprovechamiento, con menos de un siglo de abandono de los terrenos forestales se han conformado paisajes homogéneos y con gran continuidad en los que la acumulación de combustible hace que los ecosistemas naturales sean más vulnerables a los incendios».
El éxodo hacia las ciudades, con el consiguiente abandono del campo, aumenta los bosques en todo el mundo. La Comunitat Valenciana no es una excepción. La Generalitat calcula que el suelo forestal crece en unas tres mil hectáreas al año, pero la paradoja es que un crecimiento aparentemente benigno —nadie está en contra del verde— puede ser contraproducente. «El abandono del campo constituye una de las mayores amenazas» para el ecosistema, dicen Marín y Gómez Vivó. «Aumenta la continuidad de la masa forestal, eliminando el efecto de heterogeneidad de ecosistemas y mosaico que la agricultura genera en el terreno y que supone una gran defensa ante un incendio».
¿Qué se puede hacer ante esta amenaza? Una política transversal con medidas que permitan que el hombre coexista en armonía con la naturaleza, pero, en primer lugar, aprender a convivir con el fuego. «Forma parte de la naturaleza, es un factor ecológico más, y la vegetación de muchos ecosistemas está adaptada a esta perturbación con estrategias de recuperación». Hay que normalizar los incendios, cree Jorge Mataix-Solera, catedrático de Edafología, la ciencia que estudia el suelo, en la Universidad Miguel Hernández de Elche. «Lo que ocurre es que actualmente tenemos una distorsión del régimen natural de incendios; en algunas zonas son más severos, en otras más frecuentes de lo que debería. Lo que debemos hacer es tratar de corregir eso, aprender a convivir con el fuego, e intentar modificar el escenario para no tener aquellos que son un problema medioambiental, social, económico y de protección civil, los catastróficos».
El escenario, sin embargo, es peligroso. Muy peligroso. «Con el despoblamiento y abandono del medio rural desde los años sesenta, el bosque ha ido recuperando todo el terreno anteriormente dedicado a otros usos, el proceso ha sido más rápido que la gestión forestal de esa acumulación de combustible y nos encontramos ahora con un escenario de mucha más masa forestal, muy continua, en algunas zonas muy homogénea y con una interfaz tanto rural-forestal como urbano-forestal muy peligrosa. Si a esto sumamos las condiciones climáticas con cada vez más episodios de sequias, temperaturas más altas y tormentas secas, tenemos un cóctel explosivo».
Como el resto de expertos, Mataix-Solera no desdeña la posibilidad de regenerar zonas tras un incendio: «muchas veces la naturaleza hace su trabajo, pero debemos diagnosticar el impacto de cada incendio y decidir si es necesario actuar y cómo», pero centraría sus esfuerzos en revitalizar las zonas rurales. «Hay que convertir las zonas de bosque muy homogéneas y extensas en un paisaje más diverso. Poner en uso agrícola la zona fronteriza entre lo rural y lo forestal, con manejos agrícolas que sean respetuosos con el suelo y sostenibles. O tratar de hacer rentable mediante economía circular algunos recursos forestales, como el uso de la biomasa como combustible. No se trata de abusar del todo el monte, ni mucho menos, sino de dar usos al entorno de más riesgo que es el cercano a la actividad humana y crear paisajes menos vulnerables al fuego, más resilientes».
Pese a todo, un incendio no es un drama. Al menos los no calificados de GIF (gran incendio forestal), como se llaman técnicamente a aquellos que calcinan más de 500 hectáreas. En 2022 hubo varios en la Comunitat Valenciana, en 2022. Los peores, los de Vall d'Ebo (Marina Alta) y Bejís (Alto Palancia, Castellón). En 2023, de momento, uno, en Villanueva de Viver (Alto Mijares, también en Castellón). Algo menos de 40.000 mil hectáreas arrasadas entre los tres. Según los técnicos de la Generalitat, ya se está trabajando en ellos con una visión a medio plazo.
«La vegetación mediterránea ha desarrollado estrategias evolutivas para sobrevivir a los incendios, por lo que debemos esperar a ver cómo evoluciona la naturaleza para posteriormente proponer las técnicas necesarias para mejorar la restauración de los bosques». Esperar, sin embargo, «no significa inacción» dicen Marín y Gómez Vivó. «No podemos, como ocurrió con gobiernos anteriores, actuar en masas devastadas como los grandes incendios de 1994 [140.000 hectáreas] y 2012 [60.000 hectáreas] casi veinte años después. De hecho, aún estamos ejecutando restauraciones ambientales de aquellos grandes incendios del siglo pasado".
La Generalitat ha invertido cuatro millones de euros en la restauración de los parajes quemados en 2022: además de los citados, en Venta del Moro, Costur-Les Useres o Calles. «Nunca se ha desplegado en las montañas valencianas una inversión de esta importancia», dicen Marín y Gómez Vivó, que cifran en 71 millones de euros el gasto, a través de diversos programas, en el monte. Aseguran que hay varios ejemplos de éxito de restauración ambiental postincendio. Uno de ellos es en Llutxent, un pueblo de 2.300 habitantes de la Vall d'Albaida (Valencia). En 2018 sufrió el incendio más grave de la Comunitat Valenciana: 3.100 hectáreas arrasadas. Un rayo calcinó un árbol. Temperaturas de 35 grados y rachas de viento de más de 70 kilómetros por hora fueron gasolina para el fuego.
Cinco años más tarde, el paraje, de Llutxent y otros municipios colindantes, se ha recuperado con brío. «Afortunadamente la naturaleza tiene una gran capacidad para auto regenerarse . El color verde ha vuelto a nuestras montañas y algunas especies han rebrotado sin problemas», dice Xaro Boscà, la alcaldesa. A ello ha contribuido el trabajo de la administración. «Después del incendio, la Conselleria de Medio Ambiente limpió la zona, quitando los troncos calcinados, construyendo fajinas [acumulación de maderas] de contención en las cabeceras de los barrancos o mejorando las pistas forestales del entorno».
Además, sigue Boscà, de una coalición de izquierdas, Unitat per Llutxent, «se han mejorado los accesos a la zona y se ha construido un depósito para utilizar en caso de necesidad. Estamos satisfechos con el trabajo de la Generalitat», lo que no significa que haya que bajar la guardia. «Nuestro pueblo también sufre la despoblación. Hay campos abandonados que pueden facilitar la propagación del fuego. Además, la proliferación de algunas especies arbustivas puede generar una acumulación de combustible para futuros incendios».
La alcaldesa de Llutxent sabe que no hay recetas mágicas contra el fuego. «Hay que seguir con las tareas de prevención, hacer y limpiar las áreas de cortafuegos de los montes. Y una recomendación que funcionaria muy bien es promover y ayudar a la ganadería caprina, que ayudarían a mantener las especias arbustivas y herbáceas controladas».
En eso, en Llutxent tienen suerte. «Disfrutamos de un pastor joven que lleva a pastar sus animales por el monte durante todo el año. Es una medida de prevención muy eficaz». Tal vez los rebaños de cabras sean más eficientes que los aviones de extinción contra el fuego, pero la sencillez también esconde complejidad. Así lo cree el ingeniero Rojas Briales, crítico con la administración: «Es más fácil adquirir un medio aéreo muy costoso que llevar a cabo miles de actuaciones en todo nuestro territorio». Mientras, habrá que seguir haciendo política de tierra quemada.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 106 (agosto 2023) de la revista Plaza