Pilar Roig lidera la restauración de la iglesia de los Santos Juanes —un proyecto en el que ya trabajó su padre décadas atrás—, después de recuperar lo que ya se ha popularizado como la Capilla Sixtina valenciana
VALÈNCIA. Una mujer pasea a su perro alrededor del Mercado Central. En un momento dado, el animal se acerca al portal de la iglesia de los Santos Juanes y suelta un chorrito. La dueña no se inmuta y, cuando acaba, pega un ligero tirón de la correa y continúan andando. Pilar Roig observa la escena horrorizada. Por el suelo, tiradas, también hay algunas colillas pisoteadas. «La gente es que no respeta nada», protesta. No es solo el acto, el de orinar y no limpiar o aguar, es hacerlo en la entrada de un templo, y, en su caso, en el lugar donde su padre realizó su último trabajo. Pilar es la tercera de una saga de restauradores y, aunque ella hable de sus antecesores como de los grandes, es muy probable que la más grande haya sido ella. A sus espaldas, la basílica de la Virgen de los Desamparados o la iglesia de San Nicolás, que hoy es tan popular tanto entre los valencianos como entre los turistas, porque la obra que ella rescató está considerada como la Capilla Sixtina valenciana.
Ahora anda con los frescos de los Santos Juanes y el lugar, por la carga sentimental, le trae muchos recuerdos. «Los Roig somos una saga de restauradores que se remonta a 1900. Mi abuelo, Luis Roig de la Concepción, fundó el taller de restauración y reproducción de objetos artísticos en la plaza del Portal Nou. Ese taller ya ha desaparecido, pero siguió la tradición hasta hace nada. Hasta el último momento, el taller estuvo tal y como lo dejó mi abuelo». Aquel taller estaba en el casco histórico, rodeado de artesanos que cuidaban los viejos oficios. Allí iba muy a menudo Pilar, una niña que se quedaba maravillada al ver lo que hacían allí dentro.
Su padre, Luis Roig Alós, también fue restaurador, y Pilar se colocó a continuación en la línea de sucesión. «Creo que ya tenía la vocación de restauradora antes de nacer. He visto trabajar a mi abuelo, a mi padre, a mi tío, a mi primo… Todos los Roig. Y luego yo. Ha sido algo muy importante en mi vida. Yo siempre le estaba diciendo a mi padre que quería ayudar, y con ocho años, cuando la famosa riada de octubre del 57, mi padre estaba restaurando las rocas del Corpus —unos escenarios móviles que sostenían los entremeses de la procesión del Corpus— y me puse pesada a su lado suplicándole que me dejara echar una mano». Su padre le contestaba pacientemente que no podía ser, que solo tenía ocho años. Pero no pudo con sus ganas y, al final, cedió y dejó a esa niña que se encargara del pelo de una figura de Eva y que fuera quitándole el barro con mucho cuidado. Pilar era feliz dentro del taller. Le gustaba todo lo que veía, incluido el olor de los productos que impregnaba hasta el último rincón. «Ellos hicieron mucha obra de retablos por toda la Comunitat Valenciana tras la Guerra Civil», comenta.
EL ÚLTIMO TRABAJO DE LUIS ROIG, PADRE DE PILAR, FUE LA CAPILLA DE LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS JUANES, DEL SIGLO XVII, Y TIENE PINTURAS AL FRESCO DE JOSÉ VERGARA
Los padres de Pilar se conocieron durante la carrera. Los dos estudiaron Bellas Artes, y la madre, Pilar Picazo, era una de las dos únicas alumnas. «Ella tiró más hacia la pintura de detalle, más pequeña, y mi padre hacia lo monumental, tanto en pintura como en escultura. Luego ya se metió de lleno en el mundo de la restauración. Él trabajaba en el taller del abuelo para ayudar, porque era una saga muy unida, pero, al contrario que mi tío, quería estudiar y labrarse un futuro e investigar. Y por las noches, gracias a mi abuelita Pepita, consiguió estudiar y luego hizo Bellas Artes. Mi padre se convirtió, en 1949, el mismo en que nací yo, en el primer catedrático de restauración que hubo en España. Mi abuelita, que murió antes de que yo naciera, era una mujer muy culta y estaba muy interesada en que su hijo estudiara».
Su madre, como era habitual en la época, sacrificó sus aspiraciones profesionales en beneficio de la familia. Renunció a su talento para criar a sus hijos. «Pintaba muy bien, y todos en la familia tenemos cuadros de ella. A mí me ponían siempre sobresaliente en dibujo gracias a que ella me ayudaba», recuerda. Luis Roig Alós se convirtió en el modelo profesional de Pilar. La niña que quería ayudar en el viejo taller del abuelo ya era una joven que ahora quería convertirse en su padre, un hombre que murió demasiado pronto, con 63 años (en 1968). A Pilar no le dio tiempo a cumplir el sueño de viajar con él por Italia y otros países conociendo a los mejores restauradores. «Siempre intentó que yo tuviera paciencia. Que acabara el Bachiller, que conociera la escuela para ver si me gustaba el ambiente. Y me encantó. Yo estaba deseando ir a Bellas Artes, aunque primero pasé tres meses en la academia de don Benjamín Suria, que era todo un personaje, dibujando a carboncillo, porque el examen de ingreso entonces era durísimo. Pero con mucha perseverancia logré entrar a la primera. Y eso significaba que al fin podía estar con mi padre, que daba clases».
A Pilar le fascinaba esa vida que imaginaba que llevaba su padre. Viajes, viejas iglesias, devolverle la vida a murales moribundos… «Viajaba mucho y siempre estaba en contacto con grandes restauradores europeos. También tenía contactos con químicos, porque para él era muy importante la parte científica. En la cátedra de restauración siempre había un gran ambiente. Y yo solo quería irme con él de viaje». El último trabajo de Luis Roig fue la capilla de la Comunión de los Santos Juanes, que es del siglo XVII y tiene pinturas al fresco de José Vergara: «Sufrió mucho, porque estaba restaurando a Vergara, que se había quemado exactamente igual que la nave central de Palomino. Él, subido a un andamio, estuvo restaurándola con una gran dedicación, inyectando consolidante, mientras que los que trabajaban en la nave central habían arrancado las pinturas de Palomino, se las habían llevado y habían hecho barbaridades. Eso le hizo sufrir mucho».
Su trabajo quedó inconcluso. Solo le dio tiempo a hacer la cúpula y las pechinas, pero no pudo terminar la capilla porque falleció antes. Y así se quedó durante años. Pero no cayó en el olvido, por gente como Pilar, que cada año llevaba a sus alumnos, casi a hurtadillas, para que vieran lo que había hecho su padre. Su obsesión fue recuperar el legado de su progenitor. «He luchado mucho, porque al morir desapareció todo lo que había hecho durante años. Yo aún era estudiante cuando falleció y entonces desapareció la cátedra y todo lo que había creado hasta ese momento. Yo acabé la carrera, pero ese viaje que iba a hacer con mi padre a Roma para que me enseñara a todo el mundo no se pudo hacer. Estaba programado para marzo y mi padre murió en abril. Pero me quedé con la lista y después, poco a poco, he ido conociendo a todas las personas que conocía mi padre. Todas me abrieron las puertas».
"TENER ESTOS MECENAS ES INCREÍBLE. SON MARAVILLOSOS, PERO A TODOS LOS NIVELES; TAMBIÉN POR EL TRATO"
Cuando Pilar Roig acabó la carrera, recibió una beca de la Fundación Juan March que le permitió seguir estudiando en Italia. Allí tuvo el privilegio de formarse con los mejores restauradores de mural del mundo: Paolo y Laura Mora. «Ahí recibí una beca para estudiar mural, que siempre ha sido lo mío, subirme al andamio y trabajar con grandes obras pictóricas. Ahí aprendí lo que no pudo enseñarme mi padre».
Lucía, la pequeña de los cuatro hijos de Pilar, le hizo a su madre el mejor regalo de su vida. La joven estudiante de Bellas Artes decidió escribir la tesis doctoral sobre su abuelo. «Es un libro maravilloso, porque ha sido capaz de sacar ese archivo, algo de lo que yo nunca tuve tiempo; Lucía es restauradora por vocación. Y un día vino y me dijo que quería ver el archivo del abuelo y descubrir quién era de verdad ese hombre. Entrevistó a todos los que le conocieron e hizo un trabajo increíble para visibilizar la obra de mi padre, que es muy importante, porque para restaurar lo restaurado es necesario tener un fichero con un archivo que explique cómo se restauró esa obra».
Sin su padre carnal, Pilar consagró como maestro a su padre académico, Gianluigi Colalucci (1929-2021), el responsable de la restauración de la Capilla Sixtina. La pupila se preparó a conciencia y fue a visitarle, junto a su marido, que es arquitecto, con dos tochos de documentación sobre la basílica de la Virgen de los Desamparados, su primer gran proyecto. Viajaron a Roma y llamaron a la puerta de los Museos Vaticanos. Le abrió Colalucci, que vio el trabajo que habían hecho y despertó su interés. «Él no conocía València, ni la basílica, ni a Palomino. Nos dijo que habíamos tenido suerte, porque le pillamos tras acabar el Juicio final, toda la bóveda de Miguel Ángel, y que se jubilaba. Eso fue en 1994, y lo cogimos en el momento oportuno porque viajó a València y, a partir de entonces, venía todos los años».
Para terminar de embaucar al maestro Colalucci, hace ya tres décadas, Pilar Roig convenció al rector de la Universitat Politècnica de València (UPV), Justo Nieto, para que hiciera doctor honoris causa al italiano. «Yo había sido vicerrectora de Nieto y me hizo caso, porque tenía una visión de futuro enorme y me apoyó mucho. Colalucci dio una lección inaugural de morirse, y se lo merece, que por algo es la máxima autoridad mundial. Y con Nieto, además, volvimos a montar la especialidad, un departamento, un instituto, un máster… El único departamento que existe en España».
Colalucci vino a València e hizo la apertura de curso oficial en 1995 como honoris causa. El paraninfo estaba lleno de ingenieros, arquitectos, informáticos… Y antes de su lección tuvieron que pedir permiso al Vaticano, que, a su vez, pidió autorización a los japoneses que tenían esas imágenes en exclusiva. «Pero era el único restaurador de Europa honoris causa y, gracias a eso, se pudieron ver esas imágenes por primera vez en todo el mundo. Fotos de antes y después del Juicio final, algo excepcional. Y yo fui la madrina. Ese día me hizo sentir que estaba dignificando la profesión».
La charla con Pilar transcurre en un bar que llevan unas chicas con rasgos asiáticos. La terraza está llena de gente almorzando al sol y dentro, donde debería haber más tranquilidad, la mañana transcurre a golpes de la máquina del café y del choque de las tazas y los platos. Pilar es una mujer entusiasta, que no aparenta los setenta y cuatro años que han blanqueado su corta cabellera, pero que no han podido con esos ojos claros tan característicos. Durante la conversación suena su teléfono y en su reloj inteligente aparece el nombre de la persona que le llama, Laura Garcés, una periodista de la competencia. A Pilar le hace gracia que no hayamos podido resistir la tentación de cotillear quién llamaba y se ríe a carcajadas.
A aquella primera visita le sucedieron muchos años de amistad con Colalucci. Durante ese tiempo, Pilar fue memorizando y aprendiendo todas las anécdotas y enseñanzas del maestro. Hasta que un día entendió que no podía perderse toda esa información tan valiosa. La alumna tiró de su instinto femenino para saber cuál era el momento más adecuado para convencerle de que toda su memoria debía quedar por escrito. Pilar aprovechó un día que iban en el coche de Roma a Padua a ver una iglesia que se había caído a trozos por un terremoto. En mitad de un atasco, convenció a Colalucci de que había que hacer una tesis. Su mujer, Daniella Bartoletti, estaba al lado, y Pilar la embarcó también para que fuera ella quien se encargara del proyecto. Nadie conocía mejor que Daniella el vasto archivo que conservaban en el castello que tenían en Torre in Pietra. Luego, además, consiguió que reuniera todas sus anécdotas en un libro que se titula Miguel Ángel y yo.
Cuando murió, le hicieron un homenaje en la iglesia de San Nicolás. Por algo fue Colalucci quien acuñó la etiqueta de la Capilla Sixtina valenciana, que ya se ha popularizado en la ciudad y entre todos los guías turísticos. «La primera vez que vino a San Nicolás estaba un poco asustado porque mi equipo adquirió el compromiso de hacerlo en dos años (entre 2014 y 2016), cuando él estuvo catorce años con Miguel Ángel. Cuando volvió y vio el resultado de la primera fase, se maravilló. Y cuando vino la última vez, se subió al andamio y, como estaba tan entusiasmado, exclamó: ''Viva la Capilla Sixtina valenciana''. En realidad aquello no tiene nada que ver con Miguel Ángel, el Barroco no tiene nada que ver con el Renacimiento, pero era el impacto, la luz, no sé… le salió del alma. Y eso ya es para siempre».
Aquel proyecto fue tan exitoso y tuvo un impacto tan sonado en la ciudad que creó un vínculo muy fuerte con la Fundación Hortensia Herrero. Y fruto de esa alianza, de la mecenas que abraza a la maestra de la restauración, Pilar pudo sacarse una espina que llevaba clavada en su corazón desde los años noventa: acabar la obra de su padre. «Siempre me preguntan por el proyecto que más me ha emocionado, y yo siempre recuerdo el día que me llamaron y me dijeron: ''Adelante con los Santos Juanes''. Por fin íbamos a acabar algo que creíamos que nunca sucedería. Y yo, además, tenía la vinculación emocional por mi padre. Y ahora hemos recuperado el original de Palomino, que parece increíble que pudiera recobrar el color después del incendio y lo hemos devuelto a su sitio gracias al equipazo que tenemos».
Pilar Roig utiliza la primera persona del plural porque cuenta con un equipo de más de cincuenta personas. Unos están en los Santos Juanes y otros en el Instituto de Reparación del Patrimonio (IRP). «Es una de nuestras grandes conquistas, algo que quisieran tener en toda España, como sucede con el departamento de restauración, que es el único de todas las universidades españolas, o el máster oficial en restauración con alumnos de todo el mundo. Me siento muy feliz, porque soy emérita. A los setenta me jubilé forzosa, pero luego me hicieron emérita y he vuelto a ser profesora. Ahora cumplo los cuatro años y quiero seguir dos más. Yo me sigo subiendo al andamio cada día».
"EL PROYECTO QUE MÁS ME HA EMOCIONADO ES EL DÍA QUE ME LLAMARON Y ME DIJERON: ''ADELANTE CON LOS SANTOS JUANES''"
Pilar encontró a los mecenas por los que hubiera matado su padre. Un impulso que está permitiendo recuperar las joyas más escondidas de València. «Tener estos mecenas es increíble. Son maravillosos, pero a todos los niveles; también por el trato. Es una suerte. Cuando yo estaba restaurando la Basílica y pasaba por San Nicolás pensaba si no sería posible restaurar eso alguna vez. Pero tenía claro que era imposible, que no podía haber nadie capaz de interesarse por eso».
No fue así, pues un día le llamó Carlos Campos, el director de las obras de San Nicolás, porque quería hablar con ella y le pidió que entrase por la puerta de atrás. «Nos sentamos en una mesa con miembros de la fundación, el cura, que era Julián Magro, Carlos y yo. En esa encerrona que no me esperaba, me dijeron que le habían dicho a Julián Magro que lo querían restaurar y que el párroco dijo que o lo hacía Pilar Roig o no lo hacía nadie. Nos conocía al equipo de la UPV desde lo de la Basílica. Y la Fundación Hortensia Herrero, que había tenido muchos novios, accedió a la petición de Julián», recuerda explicando que el párroco, al acabar la reunión, le dijo: «Pilar, solo te pido una cosa, que lo hagas rapidito». Pero aquel hombre murió poco después.
Tras San Nicolás vinieron los Santos Juanes y, a finales de 2025, cuando concluya este proyecto, Pilar se relame pensando ya en el siguiente. Pero es secreto. Solo concede que será en València, pero nada más: «La Fundación tiene mucho interés y aquí hay mucho por hacer». La fundación Hortensia Herrero ha encontrado en Pilar a la persona idónea, y Pilar ha encontrado en la fundación a su socio soñado. Hortensia Herrero vive cada proyecto con pasión, y en San Nicolás tenía hasta una bata con su nombre bordado y un casco que también llevaba su nombre. La restauradora ya no se mueve de València, aunque queda el recuerdo romántico de aquel proyecto de la Unesco en Etiopía. Aquel viaje en una avioneta muy frágil hasta Lalibela, donde hay doce iglesias excavadas en la roca. Aquellos días inolvidables trabajando allí, mientras los niños les cantaban y ella, emocionada y vergonzosa, tenía que esconderse para llorar. Allí descubrió las iglesias y los tesoros que tienen guardados, salvo el arca de la alianza (el arca que contenía las Tablas de la Ley que recibió Moisés en el monte Sinaí).
Pilar se entusiasma hablando de sus trabajos y recrea en su cabeza los años en los que Palomino pintaba subido a un andamio en los Santos Juanes y, a la vez, su discípulo aventajado, Dinos Vidal, hacía lo propio en San Nicolás. «¿Y cómo no iba a ir Palomino a ver lo que hacía su discípulo? Y al revés. La forma de firmar de Dionís es con un autorretrato, mientras que Palomino firma y pone la fecha. Pero, además, tiene el detalle de pintar a Palomino enfrente de él y queda bien con el maestro que le ha dado esa oportunidad».
Y Pilar Roig, feliz e incombustible a sus setenta y cuatro años, se emociona al pensar que va a rematar su trabajo en los Santos Juanes, donde acabó la vida profesional de su padre, y piensa ya en su siguiente objetivo. Aunque nunca olvida a su modelo. «Me gusta pensar que mi padre me estará viendo desde algún lado. Yo le dedico todo lo que hago. Por ti, papá. No puedes desaparecer sin más; tiene que haber algo después».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 112 (febrero 2024) de la revista Plaza