VALÈNCIA. Pensaba que eran los senos, los glúteos, los lóbulos o tus labios lo que disfrutaba acariciando, pero no, son las yemas de mis dedos las que me provocan placer. Ya ves, mi zona erógena la tengo en la punta de mis dedos. Y, también, confirmo que nada es más agradable de acariciar que la piel humana, pero, sobre todo, la de las manos contra las yemas de mis dedos. Siempre busco y acaricio una mano, cuando me dejan, claro. Disfruto de esa sensación de frío, de calor, de humedad, las grietas, huesuda y maleable. No es cuestión de ternura, protección o deseo perverso, solo que me es placentero jugar con ellas de forma suave. Acaricio, manoseo, remuevo, empujo los pliegues, deformo, enredo los dedos, arrugo y noto cómo la piel retoma su posición. Palpo las yemas o entrelazo los dedos buscando formas imposibles. A veces produzco dolor, ups, aunque no es mi intención. Y se tensan y se dejan llevar de nuevo.
Ni idea de hasta dónde la piel es piel mientras se introduce en el interior del cuerpo. A partir de cuándo cambia de nombre. Desaparece por oídos, boca, ojos, fosas nasales y tira para dentro, hasta que vuelve a aparecer por donde nace el sol. Curioso.
Siendo niño, todas las mañanas mi abuela me acompañaba a coger el autobús. Antes desayunaba un té de jazmín con su nube láctea. Por aquel entonces, quería ser mayorote como mi padre, que tomaba té sin azúcar. Me daba la mano y pa la parada. Y me hacía volar. Se recreaba al cogerla y tooodo el trayecto jugaba con ella, apretando, acariciando, amasando... Sin duda, un gran momento del día. Con mi abuela.
A los dos nos encantaba el olor del jazmín. Mucho. Recuerdo una vez que hice una tortilla con un floripondio grande y blanco del jardín. Como el jazmín aún no había brotado tiré por la flor más vistosa, una preciosidad con forma de campana trompetera que, con ese olor y carnosidad, era imposible que no se pudiera comer. Estaba convencido de crear una nueva receta que a mis padres les iba a encantar. Así que sartén, mantequilla, huevo poco batido, pellizco de sal, trozos trompeteros y mocoseta poco hecha, ¡a mi gusto! Imposible que aquello saliera mal. La recuerdo riquísima, un poco amarga, de acuerdo, pero me la zampé. Y sí, salió mal. Al poco estaba aturdido, alucinando, descompuesto y perdido como sordo en un dictado. Hacer una tortilla con trompetera de ángel burundaniana no fue una gran idea.
Niñez y época de experimentación. El olor del champú Musel de Legrein también me gustaba mogollón, así que, ¿por qué no mezclarlo con un poco de yogur? Huele dulce, huele bien, es cremoso y el color, precioso. ¿Qué podría salir mal? Retortijones, cagaleras, espuma y pompas de jabón. No, tampoco funcionó.
Me gustaba acariciar las manos de mi padre. Eran elegantes de dedos largos y uñas recortadas. La palma sedosa, con líneas bien marcadas, y el dorso huesudo con venas prominentes. Jugaba a recorrer aquellos surcos. Eran las mismas manos que, de vez en cuando, me daban algún cachete, o lo que fuera, de intensidad variable, según un criterio y pauta que nunca llegué a adivinar. Posiblemente lo mereciera y, cuando no, también. Eran manos de otros tiempos.
Puedo cerrar los ojos. Puedo cerrar la boca, y puedo oír y no escuchar. Pero sabes que no puedo dejar de sentir satisfacción cuando acaricio tus manos, tus senos, glúteos, los lóbulos o tus labios. La misma que siento cuando preparo un muslo de pollo, porque no eres tú, son las yemas de mis dedos.