El sello discográfico que dirige Emilio Gerique es, con diferencia, el más longevo de la Comunitat Valenciana y uno de los más veteranos de toda España. Esta es la historia de un milagro
VALÈNCIA. «Un videoclub, una tienda de revelado de fotos o una discográfica eran los peores negocios que uno podía montar a principios de este siglo», recuerda entre risas Emilio Gerique (València, 1970). Sin embargo, él no se lo pensó. Podría haberse arruinado. Tenía todos los números para hacerlo. El panorama cultural valenciano tampoco es precisamente proclive a empeños de largo recorrido. Todo son intermitencias, trabas en el camino, la complicada tarea de medrar desde los márgenes. Pero ahí está: son veinticinco años ya, desde 1998, los que lleva en pie Maldito Records, una de las casas discográficas más veteranas de toda España, con un catálogo que abarca más de 550 referencias, firmadas por músicos como Tierra Santa, Koma, Ska-P, El Drogas, Soziedad Alkoholika, Hamlet, Los de Marras, Saratoga o Killus, entre muchos otros. Músicos de aquí y de allí, tanto valencianos como de todo el estado. Sonidos en general contundentes, con mensaje de acentuado relieve social y político, casi siempre en la órbita del hard rock, el heavy metal o el rock urbano. Parece un milagro, pero no lo es. Hay mucho trabajo detrás.
La suya es una historia de resistencia. De supervivencia desde la trinchera. De aprendizaje desde la base, porque Emilio fue cocinero antes que fraile: formó parte de bandas como Insania, quienes vivieron una de sus mejores noches en un concierto en la discoteca Metrópolis en 1997, ante 700 personas que llenaron la sala. Allí coincidió con Pepe Gómez ‘Matarile’, que estaba entre el público y fue quien había abierto el sello (junto con la sala Repvblicca o el festival Viña Rock, ahora está al frente de la promotora Territorio Musical) para luego vendérselo. «Nadie quería montarse una discográfica, teníamos cinco artistas y quince discos editados, y yo pensaba que me iba a pegar una ostia como un piano», reconoce. Pero se lanzó a una piscina que prácticamente no tenía agua: «Quería peleármelo y me reinventé, sin ninguna red de seguridad, porque la marca aún era muy pequeña, eran años de incerteza, pero cogí el coche y me fui a ver a unos y otros, y estoy seguro de que a veces me decían que sí casi por pena: si el loco este valenciano quiere publicar nuestro disco, que lo publique», cuenta que le decían algunos. Y así hasta ahora. Siempre junto a su pareja, Cristina Martínez, y una plantilla que ahora mismo dispone de siete personas en su oficina de Tavernes Blanques. No siempre fue así, claro. Quién se lo iba a decir cuando hace años era su propio piso la base de operaciones.
Lo han hecho todo con honestidad y fidelidad a unos principios. Ese es un orgullo que no les pueden arrebatar. «No hemos dejado muertos por el camino, lo único que queríamos era tirar para adelante, alcanzar nuestro particular Tourmalet, pero en un primer momento sí hubo instantes de dificultades y soledad», me responde cuando le pregunto cuál ha sido el tramo más complicado de este cuarto de siglo. El mejor, me dice, bien podría ser ahora mismo. Este 2024. Muy pocos lo pueden decir: «Somos una empresa sólida y creíble, con algunas cicatrices, pero con muchas ideas nuevas, que elige bien lo que publica, y que está en un momento de desarrollar proyectos».
Emilio Gerique habla por los codos. Irradia entusiasmo por su trabajo. Su discurso fluye con la atropellada cadencia de un torrente porque le apasiona lo que hace. Y eso es un lujo. Le pregunto si alguna vez imaginó cumplir 25 años en esto, los que se resumen en el libro Maldito Records. 25 aniversario, recientemente autoeditado y surtido por los testimonios de toda la gente que ha estado implicada, de una forma u otra, en esta quimérica cruzada, y le sale su vena punk: «Ni siquiera sabía entonces, cuando empecé en esto, si estaría vivo en 2024: ten en cuenta que venimos del punk, que era muy autodestructivo, y lo de sobrevivir ya era un logro, así que ni por asomo podía imaginar que acabaría teniendo los contactos de casi todos los músicos a quienes he admirado», resume. Quién le iba a decir que un día editaría, por ejemplo, los discos de El Drogas, a quien vio en directo con Barricada en el Mercado de Abastos valenciano en 1990, con apenas veinte años, en una noche que acabó como el rosario de la aurora.
Le pregunto a Emilio si hay alguna clave para esta longeva prosperidad, más allá del trabajo a destajo, con la dedicación plena de quien aúna pasión y sustento, y lo tiene muy claro: «Actitud y perseverancia». Ambas van unidas, en su caso: «Éramos unos kamizakes: recuerdo coger una furgoneta, la Volkswagen Caravelle, con mi primer grupo, e irnos al Mercat de Música Viva de Vic a entregar una maqueta, y cuando nos vieron las pintas, porque aquello no tenía nada que ver con el rock, y les dijimos que veníamos de València, alucinaban», cuenta. Podían haberla enviado por correo, pero preferían plantarse allí: el contacto cara a cara y de tú a tú.
Eran años de darle a todos los palos. De disparar en cualquier dirección. Sin discriminar. «Reventábamos los teléfonos de las cabinas a base de llamadas a los sellos discográficos, porque nuestros padres ya no nos dejaban utilizar los de nuestras casas», recuerda. Hay mucha mili detrás de Maldito Records. Un conocimiento del negocio desde abajo hasta arriba. Y una predisposición que hoy en día ya apenas se estila: «Hoy en día muchos grupos quieren tocar en festivales ya desde el comienzo, pero para eso hay que currar mucho, y no se dan cuenta». Ellos ni siquiera lo veían como un trabajo. «Nos dedicábamos a pegar nuestros carteles en las paredes de las calles sobre los del circo, cuando estos aún tenían el pegamento fresco, lo cual era arriesgado porque nos podían haber dado una paliza si nos pillaban, pero era todo muy háztelo tú mismo», explica.
En el propio libro se cuentan situaciones tan estrambóticas como aquella presentación de un álbum del gaditano Carlos Chaouen en la Fnac de Madrid, en la que no había ejemplares a la venta, por un cúmulo de infortunadas circunstancias. Presentar un disco sin discos a la venta era un despropósito. Así que Emilio Gerique cogió el coche desde València y en tres horas se plantó allí, porque no quedaba otra. Era la única forma de hacerlo llegar. «Me planté allí con ellos, ni comí, pero eso genera sinergias muy positivas: algunos artistas logran hitos y luego se olvidan de que para que el general gane una guerra, tiene que tener a los milicianos trabajando», argumenta.
Haber sido músico le ha permitido empatizar con aquellos a quienes publica sus discos o hace de manager (en la actualidad lo es de Benito Kamelas). Por algo ha sido artista, disquero y muchas cosas más, en lo que él mismo asume como un inevitable desdoblamiento de personalidad. Pero también le hace más consciente, enlazando con aquella idea del general y los milicianos, de lo injusta que a veces puede ser la valoración del artista. «Esto como el fútbol: si el partido lo ganas, no miras al árbitro, solo lo haces si lo pierdes», comenta al hilo de esa costumbre tan extendida según la cual el músico suele atribuir sus fracasos al sello, pero rara vez le achaca sus logros. «De hecho, un artista nos dijo una vez que no veía nuestro trabajo reflejado en su disco, a lo que yo le respondí que tampoco le veía a él ensayar, y lo mismo pasa con los managers, que si la gira no va bien, el músico entiende que es culpa suya», abunda. «En cualquier caso, hay que transmitirle cariño al artista, sobre todo desde las discográficas independientes como la nuestra, que aquí no hacemos tornillos, y más con el embudo gigantesco de contenido, que el público no está preparado para absorber tanta propuesta», zanja.
Hay un tópico enquistado que dice que el público del heavy metal y del rock urbano es particularmente fiel. Del que desembolsa sin recato en discos, merchandising y directos. Algo que podría haber beneficiado a Maldito Records. Emilio no está del todo de acuerdo con el estereotipo. «Yo he tenido trato con Boikot, Reincidentes, Koma, Narco o La Polla Records, pero ha sido por cercanía, por el estilo musical, algo que por ejemplo no me ha ocurrido con artistas de hip hop, quizá porque los rockeros me conocen más», asume, pero eso no le invita a cerrarse estilísticamente. «Con mi propia banda, que era metalera y mi voz era más punkarra, ya éramos un grupo raro, entre dos aguas, y siempre me ha gustado la ambigüedad y no pasar por el redil: eso nos ha llevado a trabajar con El Kanka o con Shinova», esgrime, dos artistas cuyo lenguaje (rumba, blues y reggae el primero; pop alternativo los segundos) se desmarca de la tónica habitual del sello.
¿Está la perdurabilidad del rock, y en consecuencia de los agentes culturales a él ligados, en peligro? Es algo que se cuestiona Cristina Martínez en las páginas del libro, consciente de que los gustos mayoritarios de la juventud no van por ahí, pero Emilio no se atreve a responder a eso de forma tajante. «Nunca sabes lo que va a pasar, todo es muy voluble, y el rock siempre ha sido minoritario, y más aún el nuestro, con un contenido contestatario, que no interesa a las grandes cadenas ni a las radios», argumenta. Me recuerda cuando un medio de comunicación no le vio interés a un video de Ska-P actuando en Woodstock ante 500.000 personas. «Me preguntaban qué cual era la noticia», recuerda sin salir de su asombro.
Sí que reconoce sentir cierta envidia de cómo en Argentina, por ejemplo, tratan a su propia cultura rock. Y aboga por las citas de proximidad, por las salas de conciertos y los festivales de pequeño formato, sin renegar en absoluto de las grandes convocatorias. «Necesitamos cuidar no a los que lo tienen todo hecho, sino a los que empiezan, necesitamos festivales pequeñitos y que el rock no acabe fagocitado por fondos de inversión: tiene que haber festivales grandes, pero también festivales de autor, que llamen a un artista porque les gusta, y no solo porque les cuadren los números», esgrime. De hecho, «si solo pensáramos en eso, no nos habríamos dedicado muchos a este negocio, no toda ha de tan mercantilista», explica.
Veinticinco años dan para mucho. Para escribir un libro, obviamente, aunque sea un empeño colectivo, pero también para calar a la gente cada vez con mayor celeridad. Para adquirir una psicología de calle. Para saber reconocer a qué talante te enfrentas. Conviene resaltar que Emilio también regentó durante años el pub Alcatraz en el barrio de La Olivereta, durante la primera década de los 2000. Aquella fue otra escuela de vida. Al final, se queda con lo positivo, que supera con creces a lo negativo. «Me he topado con gente muy buena, con gente maravillosa y con verdaderos hijos de puta, pero estos últimos son los menos: yo me quedo con la gente sincera que va de cara y suma a tu proyecto», concluye.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 119 (septiembre 2024) de la revista Plaza