ALICANTE. El ascenso del Hércules a la división de plata el domingo 20 de junio de 1993 proporcionó a la recta final de las Hogueras de San Juan de ese año un inusitado júbilo que siempre se recordará en la terreta. Nada más conocerse la noticia, miles de aficionados —ataviados con camisetas, gorras y bufandas— invadieron las calles enarbolando banderas blanquiazules y se adueñaron de Luceros, donde su fuente albergó una adelantada banyà. Y como las hogueras y barracas estaban recién plantadas, nuestros monumentos tampoco pudieron escaparse de la oleada de entusiasmo. La ciudad fue un hervidero de gente que celebró la tan anhelada victoria que sacaba al club, por fin, del pozo de la tercera división, tal como se decía entonces.
El equipo regresó el martes, justo cuando comenzaba la Feria Taurina. El bullicio futbolero prosiguió en ese tercer día e impregnó los alrededores del coso donde toreaba José Mari Manzanares —el número uno del escalafón— junto con dos de los mejores espadas del momento: César Rincón y Enrique Ponce. Muchos taurófilos, que además eran herculanos —condición que saltaba a la vista por sus atavíos—, tomaron, como era su costumbre, una copa antes de la corrida para ir bien entonados. El Guillermo de Velázquez; el Copacabana, enfrente de la Misericordia, además de otros tantos establecimientos, iniciaron la fiesta que continuaría a las siete de la tarde, hora en que las cuadrillas pisarían la arena.
Pasadas la seis fueron abandonando los bares y cafeterías para encaminarse hacia la plaza. Accedieron al recinto y tomaron asiento. El graderío se estaba llenando a un ritmo que todo indicaba que pronto estaría hasta la bandera. Era una terna de lujo. Algunos se encendieron un puro. El humo y su olor eran entonces mejor bienvenidos que ahora. Muchos pensaban que formaba parte del ambiente que envolvía una tarde de toros. Y quienes llevaban una coca amb tonyina la guardaban a buen recaudo hasta el descanso —para que no se chafase inadvertidamente—, momento en que darían buena cuenta de ella.
Un cuarto de hora antes del inicio del festejo, se abrió la puerta de cuadrillas y la banda de música entró en el albero, prolegómeno de la corrida que la parroquia alicantina espera siempre con ilusión. Los músicos circunvalaron el ruedo mientras interpretaban un pasodoble taurino que hizo las delicias de todos. Al llegar a la altura del palco presidencial se detuvieron, se giraron respetuosamente hacia allí y arrancaron con A la llum de les fogueres, que hizo estallar a la plaza en un clamor de aplausos. Reanudaron la marcha y salieron sin parar de sonar.
A las siete se abrió de nuevo la puerta de cuadrillas y, cuando todos esperaban ver a los toreros para comenzar el paseíllo, apareció la plantilla del Hércules. El respetable tardó unos segundos en reaccionar, pero enseguida explotó en una atronadora ovación que se transformó en un griterío que exclamaba «¡Hércules! ¡Hércules!», acompañando el cántico con las típicas palmadas coordinadas entre medias. Quienes llevaban la bandera o la bufanda blanquiazul las ondearon como si estuvieran en el Rico Pérez y su equipo acabase de marcar un gol. Los futbolistas se dirigieron al centro del redondel y saludaron a los espectadores. Se escucharon voces animándolos a que dieran la vuelta al ruedo, pero alguien desde el callejón les indicó, con buen criterio, que no lo hicieran, para que no se alargasen demasiado los preliminares. Finalmente, se retiraron entre gritos de «¡Toreros! ¡Toreros!».
El de Santa Cruz abrió la corrida, y también la feria, y antes de empezar el tercio de muleta se dirigió al tendido donde se hallaban los jugadores y les brindó el toro. Realizó una buena lidia que mereció los aplausos del público. En su segundo cuajó una faena cumbre que le valió las dos orejas. Inició la vuelta al ruedo y a los pocos metros algo surcó el aire hacia donde se encontraba. El diestro, bien atento, lo cogió al vuelo. La gente se extrañó al ver ese objeto volante no identificado. Lo normal es que se lancen sombreros, fulares, ramilletes de flores… Manzanares lo examinó… parecía una tela enrollada… la desplegó… ¡Era una bandera del Hércules! Sonrió, se la enfundó a modo de capa en un estilo muy torero y siguió avanzando mostrando sus trofeos y la enseña blanquiazul. El herculanismo, que parecía haberse olvidado del logro del domingo, salió de su letargo, y la plaza fue otra vez más una apoteosis. Unos pasos después entregó la bandera a un subalterno y continuó su recorrido.
Sus dos compañeros de cartel no defraudaron a la afición y se unieron al jolgorio. Fue una tarde muy especial que siempre se recordará en la historia de Alicante. Esperemos que Luceros y el coso de la plaza de España —si coincide también por fechas— acojan de nuevo las celebraciones de los dos próximos ascensos que se vislumbran en el horizonte del Hércules.