VALÈNCIA. Emèrit Bono Martínez (Sagunto, 1940) lo ha sido casi todo en la sociedad valenciana: catedrático de Economía Política en la Facultad de Economía de la Universitat de València, miembro del Consell Preautonómico de la Generalitat, diputado en las Cortes constituyentes, concejal en el Ayuntamiento de València y conseller en varios gobiernos del socialista Joan Lerma. A sus ochenta y dos años, alejado de la vida pública —«ya no soy nadie en política», dice—, mantiene una actividad intelectual prodigiosa: libros sobre la desorientación de la izquierda, los problemas generados por la desigualdad, el cambio climático, el peligroso fenómeno de la posverdad —la mentira en el discurso público— o una Biblia presiden su escritorio, donde trabaja a diario. Bono, que ha conversado con Mijaíl Gorbachov, abrió su casa al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, cuando se hablaba de la revolución sandinista y no de un régimen autoritario, y ha apadrinado las visitas a España del Premio Nobel de Economía Amartya Sen, rememora su carrera, y reflexiona sobre los peligros que se ciernen alrededor de las democracias liberales.
— ¿Cómo acaba de catedrático de Economía un huérfano de padre del Sagunto de la posguerra?
— No tenía muy claro lo que quería estudiar, aunque tenía cierta inclinación por la Filosofía. A la hora de decidir, surgió la posibilidad de estudiar Economía en Madrid y allá que me fui. Luego, atraído por varias cosas, entre otras, la enorme figura de Fabià Estapé, seguramente uno de los mejores economistas de su generación, me fui a Barcelona, donde acabé los estudios. Mi entrada en la Universitat de València fue un poco por casualidad. La facultad de Economía no existía y su conformación fue encargada, entre otros, a Jacint Ros, profesor mío en Barcelona. Él me puso como condición para aceptar que yo fuera su ayudante y, como me seducía la política económica, acepté. Por aquel entonces ni siquiera existía el edificio de Blasco Ibáñez [antigua sede de la Facultad de Económicas, hoy Facultad de Filología, Traducción y Comunicación].
— En la España gris de la época, bastante aislada, usted se formó en el Reino Unido y Noruega.
— Siempre tuve inquietudes intelectuales y mi madre tenía por aquel entonces tierras y algo de dinero —mi padre murió cuando yo tenía siete años, así que siempre digo que soy hijo de mi madre, pero no de mi padre—. El sueño de mi madre era que acabara el Bachillerato y, aprovechando la influencia de un familiar relativamente poderoso, que entrara a trabajar en la caja de ahorros de Sagunto donde, por cierto, nunca llegué a trabajar. Mis preocupaciones, sin embargo, eran otras, aunque tampoco tenía muy claro cuáles.
Lo que estaba claro es que entonces, como ahora, aprender inglés era fundamental. Primero estuve en Londres varios meses estudiando inglés, luego aproveché la red internacional de Aiesec, una asociación de estudiantes que aún existe, y me fui a trabajar a un banco de Trondheim (Noruega), movido por mi admiración a los países escandinavos. Era 1962, cuando las cosas (visados, viajes, las dificultades de comunicarte con casa) eran un poco más complicadas, pero fue una experiencia muy interesante.
— Su conciencia social se despertó pronto.
— La política me interesó desde pequeñito. De niño hablaba con curas de mi pueblo con inquietud intelectual y de joven me juntaba con Manuel Girona (luego alcalde de Sagunto y presidente de la Diputación de Valencia), Ramón Lapiedra (exrector de la Universitat de València) o José Luis Blasco, hijo del alcalde de la época. Éramos, y somos, muy amigos y teníamos discusiones intelectuales de cierta profundidad.
«La democracia liberal está en peligro porque el estado de derecho está en riesgo, acosado por el populismo»
— Su militancia empieza en el comunismo.
— Sí, en cierto modo, en mi pueblo. Los Altos Hornos eran omnipresentes en Sagunto y yo me relacionaba con bastantes trabajadores de la planta. Contacté con uno de los líderes, seguramente el fundamental, del movimiento obrero de la época, Miguel Lluch, que militó ya en la clandestinidad en el PC y en Comisiones Obreras (CC. OO.). Ahí está el origen de todo. Luego, ya en la universidad, conocí a Manuel Sacristán [un filósofo que evolucionó desde el falangismo hasta el marxismo y tuvo una gran influencia en la conformación de la izquierda durante el franquismo], y su influencia y la de otros compañeros, con los que tenía encendidos debates, me empujaron a incorporarme a la vida política. Tenía veinte años, aún estudiaba en Barcelona y me afilié al Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). Eso era en pleno franquismo, en la etapa dura. Ese fue mi primer carné de militante. Cuando volví a Valencia el paso natural era afiliarse al Partit Comunista del País Valencià (PCPV), y así lo hice.
— ¿Cómo era el activismo comunista en esa época?
— Duro. Los comunistas eran especialmente perseguidos, no tanto por una inquina especial del régimen sino porque era la plataforma con mejor y mayor organización. Las detenciones y la represión estaban a la orden del día, aunque yo nunca fui arrestado, seguramente porque era más un teórico que un hombre de aparato, y porque dialogaba con todo el mundo. ¡Hasta finales de los años sesenta di charlas en centros católicos explicando qué era el comunismo! Le pongo otro ejemplo de mi alejamiento del aparato: una vez me propusieron ser candidato para la secretaría general del PCPV y lo rechacé. Hubiera fracasado. En esos cargos necesitas unas habilidades de las que carezco y, afortunadamente, tenía mi carrera profesional y no necesitaba de la política para vivir. Mi desapego por la fontanería de los partidos ha sido permanente. A principios de los setenta, el PCPV me propuso trabajar en exclusiva para el partido, a lo que también me negué.
— Sin embargo, en 1977, fue elegido diputado en el Congreso en las listas del Partido Comunista de España (PCE).
— Precisamente, por mi reputación como hombre abierto y conectado con distintas realidades, la dirección del partido me propuso, y yo acepté.
— Usted fue un protagonista de la ahora tan denostada Transición.
— Los comunistas, socialistas, republicanos o nacionalistas estábamos legitimando el régimen que nacía, eso es una evidencia. Pero era un sacrificio necesario para superar los obstáculos políticos para aprobar una nueva constitución y crear un nuevo sistema para, cumpliendo con el único objetivo de la política, intentar arreglar los problemas de la gente. Por eso existía la colaboración con los últimos del franquismo. La Transición se hizo como se podía hacer y punto. Las ensoñaciones de una ruptura limpia con el antiguo régimen no se sostenían. La ruptura era la transición, con el cambio de todo el andamiaje jurídico que daba soporte al franquismo.
— Usted también pasó por su transición: del comunismo al PSOE.
— En las elecciones de 1982 comienza el declive electoral del comunismo [pasa de diecinueve a cuatro diputados en las elecciones de ese año]. Por lo tanto, yo quería, dentro del PCE, dinamizar y ensanchar Izquierda Unida como elemento aglutinador del progresismo y diluir el partido dentro de la coalición. Otros compañeros pensaban lo contrario y, ante la resistencia para promover la expansión de Izquierda Unida, abandoné el partido por el agotamiento ante la contumacia de la dirección. Después de un tiempo me afilié al PSPV-PSOE.
— Y fue conseller en varios gobiernos de Joan Lerma [conseller de Administraciones Públicas y portavoz del Gobierno (1989-1993) y conseller de Medio Ambiente (1993-1995)].
— Exacto. Mi valoración de la etapa es positiva [Lerma y el PSPV gobernaron la Generalitat entre 1982 y 1995]. Dejo el juicio sobre la gestión a los historiadores, pero se hizo lo que tocaba: desarrollar la administración autonómica asumiendo todas las competencias posibles. Se hizo, y se hizo aceptablemente.
— Era el responsable de Medio Ambiente en los terribles incendios de 1994, en los que se quemaron 130.000 hectáreas. En este sentido, 2022 también ha sido duro.
— Terrible. Sufríamos una fuerte sequía, hubo tormentas secas con multitud de truenos y rayos, y temperaturas muy altas en bosques descuidados, mucho más que ahora. La desaparición de la agricultura de montaña convirtió parte de la masa forestal en un polvorín.
— 1995. El PP de Eduardo Zaplana gana las elecciones y gobernaría durante veinte años.
— Conocí bastante a Zaplana. Es muy listo en el regate corto, pero poco en la perspectiva global de país, y ha significado el primer movimiento en lo que ha venido después, la política basada en la estrategia de las tres P: populismo, polarización y posverdad. Eso no es política, sino antipolítica, construir un relato para ganar elecciones sin interesarse por la gente ni la verdad. En vez de trabajar por la gente se opta por la confrontación partidaria y, en ese contexto de incomunicación, paradójico en la sociedad de la información, es muy difícil llegar a acuerdos, tejer complicidades y, por lo tanto, avanzar. Como ya advirtió el sociólogo norteamericano Neil Postman en 1984, ya no se argumenta con proposiciones sino con meras apariencias. Lo único que puede arreglar el asunto a largo plazo es volver a hablar, argumentar, buscar aquello en lo que se coincide y llegar a acuerdos, aunque sea de mínimos. Sin acuerdos la política no es política.
— ¿Le preocupa la desigualdad?
— La libertad sin cierta igualdad es imposible, y ahí cada vez vamos a peor. Hace falta invertir en educación, un mecanismo magnífico de redistribución de la riqueza; seguir promoviendo la igualdad de género o tomar medidas impositivas, entre otras muchas decisiones. Es un proceso largo que se debe afrontar cuanto antes, pero que no es imposible. En la época de Eisenhower [Dwight, presidente de EE. UU. entre 1953 y 1961] los impuestos para los ricos eran casi confiscatorios, ¡y ahora la derecha se niega a pagar impuestos! Atención, porque la desigualdad puede romper el sistema.
— Corre peligro la democracia liberal en el mundo.
— Por supuesto, porque el estado de derecho, que es el que garantiza las libertades, incluidas las de las minorías, está en riesgo, acosado por el populismo, la polarización y la posverdad.
— Rusia sigue siendo un estado fallido tras la experiencia comunista. Usted conoció a Gorbachov, el célebre político que impulsó la perestroika.
— Bastante. Era un hombre interesante. Lo queríamos traer a unas jornadas en València en 1994. Había protagonizado la apertura de Rusia, pero en ese momento era muy impopular en su país, que estaba desintegrándose tras el colapso del comunismo. Intentamos contactar con él por vía oficial pero nos resultó imposible, por lo que tiramos de los contactos de una ONG. Me fui a Moscú y, tras varios días de espera, hablamos con él y conseguimos que viniera. Un hombre de talla histórica.
"Hace falta invertir en educación, seguir promoviendo la igualdad de género o tomar medidas impositivas; la desigualdad puede romper el sistema"
— Daniel Ortega ahora es denostado como un dictador. Estuvo en su casa cuando gozaba de más popularidad, tras protagonizar la revolución sandinista y llegar al poder en Nicaragua.
— Cuando venía alguien importante de fuera, con determinado perfil, Lerma me hacía el responsable de él, así que llevé a Ortega a mi casa, ante el asombro de mis hijos mayores, que lo miraban alucinados. Tuve una larga conversación con él y luego le dije a mi mujer: ‘‘Este es un revolucionario de pacotilla’’.
Bono vive en su casa del centro de València, pegado al barrio del Carmen, junto a su mujer, rodeado de fotos de sus nietos, alguna de su actividad política —una con Felipe González preside el salón— y libros, muchos libros. El exconseller es un lector voraz, sobre todo de ensayo. A ello dedica la mayor parte del tiempo. Se levanta pronto y, diariamente, se va a un coqueto despacho —sin ordenador— donde se acumulan centenares de ellos. De entre sus últimas lecturas, recomienda ávidamente El desorden político, del politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca, un intento de explicar la crisis del sistema y el surgimiento de fuerzas antiestablishment. Sobre la plurinacionalidad de España y sus problemas ha leído a Jorge Cagiao (Democracia y nación), y sobre las propuestas políticas progresistas, La izquierda desnortada de Lluís Rabell, excandidato de Podemos a la presidencia de la Generalitat de Cataluña.
Bono también se ocupa de las fake news y la desinformación —La muerte de la verdad, de Michiko Kakutani— y vuelve a clásicos como Noam Chomsky quien ha escrito, junto con Vijay Parshad, La retirada, una reflexión sobre el declive del poder americano tras el fracaso de sus políticas en Irak, Libia o Afganistán. El catedrático, de miras amplias, confiesa no leer a muchos autores valencianos, aunque elogia La secesión de los ricos, la crítica a la desigualdad obra de los catedráticos Joan Romero y Antonio Ariño.
No sorprende ver sobre su mesa a uno de los filósofos de moda, el coreano Byung-Chul Hahn y su relativamente popular No-cosas. Tampoco un libro sobre cambio climático: Necesidad sobre una política de la tierra, del economista especializado en Medio Ambiente Antxon Olabe. Sí impacta un poco más, conocida su trayectoria comunista, ver un ejemplar de la Biblia. «Compré esta edición porque el tamaño de la letra es, para variar, legible», comenta con humor aludiendo a los problemas de visión que afectan a las personas de su edad. Bono reconoce, sin empacho, que pasa por una época de cierta espiritualidad. Se ha acercado a la iglesia. «Últimamente me gusta decir que Jesús, ahí está su obra, era un verdadero revolucionario».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 100 (febrero 2023) de la revista Plaza