VALÈNCIA. En los años 10, la concienciación política se puso de moda, muchos despreocupados raveros de pronto pasaron a ser motivados activistas. Fueron días de efervescencia ideológica acentuados además por la aparición de las redes, donde se desató una lucha sin cuartel por la atención.
En la competición virtuosa ideológica, en algún momento se echó mano de la pujante y cool sociología estadounidense, lo que para mí, en muchos casos, son delirios fruto de un país enfermo y desquiciado, a la par que profundamente racista. Pero se trajeron aquí sus postulados para su difusión siendo, como es nuestra sociedad, no mucho mejor, pero sí distinta.
La imagen era como la de un niño de dos años metiendo un triángulo de juguete en el hueco de un círculo, sin embargo, por a o por b, al final hemos terminado adoptando los comportamientos estadounidenses que dieron pie a esas teorías. Da la impresión de que la humanidad se va mimetizando en una estupidez común hasta el colapso global.

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Pero todo esto no dejan de ser preguntas filosóficas que me hago al empezar a ver el documental La vecina perfecta de Netflix. Si no nos hubiéramos hinchado a ver COPS y derivados diría que la realización, solo con cámaras de los agentes, es muy interesante, pero es un formato ya sobado. Eso sí, como aquí se sigue un mismo caso durante varios días, tenemos prácticamente una película grabada de esta manera.
La acción transcurre en un barrio donde una mujer que parece que vive sola no soporta el ruido que hacen los niños jugando. Es ahí donde me observo a mí mismo y pregunto qué hago viendo eso. Si me encontrara este problema en mi barrio huiría de él como de la peste. Me haría el muerto ante la problemática y si, llegado el caso, tuviese que intervenir, me limitaría a decir “si es que son niños, hombre”. En cambio, en mis preciadas horas libres aquí estoy, enfrentándome a esta problemática a seis mil kilómetros de distancia ¿no es absurda la existencia?
Incidentes de estos habré vivido miles a lo largo de mi vida. La inmensa mayoría, por jugar al fútbol. Si poníamos la portería en la pared que tenía detrás un bajo, una vivienda, el caballero que lo habitaba solía salir gritando, muchas veces con la cabeza como un bombo por los balonazos contra su salón. Dudo que haya alguien que haya jugado en la calle, que no haya pasado por mil aventuras de estas. Sin embargo, Estados Unidos tiene algo especial.
El duende de ese lugar tampoco es novedoso, pero bueno, es lo que hay que traer a colación aquí. En ese país, la gran diferencia con respecto al nuestro es que, dicho mal y pronto, por cualquier gilipollez te meten cuatro tiros. Es así cómo alcanza el suspense esta película documental. Tú ves a los niños con la pelota, a la señora cabreándose día tras otro y lo único que te preguntas es en qué momento va a sacar la pistola y volarle la cabeza a uno de los críos, o a todos en el caso de que tenga un subfusil. Si no, a santo de qué iba Netflix a colgar esto.
Y, efectivamente, el desenlace esperado se produce, lo dejaremos aquí, sin especificar quién se lleva el tiro, solo con la escena con la que comienza el documental como cebo para capturar el interés. A alguien le meten un balazo. Los autores, al audio de las cámaras le añaden colchones de teclados. En ese momento te quedas pensando qué engendro es este ¿Un COPS con ínfulas, un COPS artie?
Pues algo de eso. Por supuesto, hay racismo en el suceso. El documental acaba con unos créditos que rechazan los delirantes argumentos de la acusada de que actuaba en defensa propia, que dicen “El tiroteo lo provocó la ira, no el miedo”. No obstante, creo que hace falta algo más para armar un documental. Al margen de la descripción pormenorizada de una tragedia y la explotación del dolor de las víctimas, la sensación que deja La vecina perfecta es de poca sustancia.
Se denuncia la ley Stand your ground que permite “no retirarse ante una amenaza percibida” y hacer uso de una “fuerza letal” si se está en “un lugar donde se tiene derecho a estar”. Según los datos que aporta la directora, Geeta Gandbhir, desde que esta norma ha sido aprobada, los sucesos de este tipo han aumentado casi un 10% y la mayor parte de las víctimas son negros a manos de blancos. En este caso, la protagonista del documental también invocó esa ley.

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El problema es que para que un documental tenga cierto calado lo suyo habría sido reunir más casos como este y explicarlos. Se podría haber puesto el foco en este suceso, pero sería necesario hablar también de los demás para entrar en la descripción de un fenómeno y no en, como he dicho antes, un COPS con banda sonora y encima comprometido.
En un principio, miraría con condescendencia lo que ocurre en ese país. Aburre a las ovejas decirlo, pero su psicotrópica circulación de armas hace que cualquier incidente chorra pueda acabar de cualquier manera como una película gore. La mayoría de los tiroteos masivos que se producen allí los protagonizan personas deprimidas que se han pasado dándole al frasco. Aquí no nos falta gente con ese perfil, pero es difícil que tengan una pistola en la mesilla.
La cuestión es que no estoy seguro de que en la próxima década, a base de importar cultura estadounidense, no estemos aquí ya bien armados a escala doméstica para afrontar el mundo lleno de peligros que nos describen cada mañana Susanna Griso, Ana Rosa Quintana y Nacho Abad desde sus respectivos canales alimentados, como las redes sociales, de mentiras acuñadas por activistas y profesionales de la desinformación y la agit-prop. Creo que voluntad política no va a faltar, ya que el “peligro percibido” por el color de piel ajeno ya está asimilado. Mucho se van a tener que esforzar en Estados Unidos para que sigamos riéndonos de ellos por chalaos. Al tiempo.

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