‘Los Z’ se han convertido en una obsesión para los medios. Desde hace unos pocos años, por captación para convertirles en nuevos clientes. Ahora, como descargo post pandémico, por ser la explicación simple a la incapacidad de seguir vendiendo el mismo producto de siempre en un mundo distinto. “¿Cómo vamos a hacer periodismo si su capacidad de decisión frente a un impacto apenas nos permite retener su atención entre uno y tres segundos?” Se equivocan de enemigo, se analizan desde los síntomas y, en definitiva, qué podíamos esperar de un sector en descomposición que pretende que no se note que, con una tercera o cuarta parte de su plantilla, aportan tanto o más valor social que antes de 2008.
Como ya sucediera con cualquier generación anterior, cine, televisiones, radios y periódicos necesitan comprender a los nuevos consumidores y satisfacerles de tal forma que se conviertan en ingresos. Ha sido así desde la invención de la adolescencia (1875-1945, Jon Savage), pero esta vez, ‘los Z’, resultan ser menos compartimentables. Paradójicamente, en tiempos de la minería de datos, el machine learning y el algoritmo tras nuestras decisiones, los nuevos consumidores resultan difícilmente rastreables: diabólicamente diversos, infieles en lo comercial y despegados de lo anterior. Como para no serlo, cuando les legamos un hábitat natural dañado hasta lo irreversible y un ascensor social averiado como desde ni se sabe: vivirán peor que sus padres.
Lo sorprendente es el enfado de los medios desde el confinamiento. La Covid-19 ha separado las capas tectónicas entre el sistema y los adolescentes: Twitch, Zoom, TikTok y Bizum (cuatro herramientas con poco o nada que ver entre sí) evidencian la ruptura en el tablero de juego de los ‘experimentos con jóvenes’, ¿porque cómo se accede a ese universo mental tan sofisticado y complejo? “¿Y todo lo que habíamos invertido en Facebook, de qué sirve ahora? ¿Y en Snapchat?”. Progresivamente, los mass media parecen revelarse desde el privilegio del altavoz ante una generación a la que echan en cara de manera constante –en tertulias de todología, reportajes, columnas, tuits y hasta salas de Clubhouse– su ‘poca capacidad de aguante’: están acostumbrados a respuestas de dopamina afirmativas y la cuarta página que hace un redactor ese día, el relleno de otra noticia más en el informativo de la radio local, resulta ser menos estimulante que otros artefactos extrañamente gratuitos.
Hay una retahíla de factores que explican el colapso, pero últimamente pienso en un par de ellos: el primero, que expulsar al mundo a miles de graduados y licenciados en Ciencias de la Información, Audiovisual o Publicidad, no solo en España, sino en el mundo, era sostenible y no un futuro plagado de potenciales empresas creadoras de –eso que tanto odia Martin Scorsese y yo, que le adoro, hago– “contenidos”. Y la otra cosa, la celebración de la era prosumer: quien consume, produce, sin distingo, y así podían meter en sus informativos un vídeo de YouTube gratis , así padecimos el periodismo ciudadano o alimentamos páginas pares, horas de radio, gastando menos, maximizando sueldos de directivos, porque de beneficios ya nadie sueña hablar. La fórmula, unida a la sofisticación tecnológica, también influye en este escenario súper, híper, megafragemtando, ¿pero qué esperaban? ¿Qué el incremento de la competencia profesional hacia el infinito en un sector que era lo que fue como oligopolio no diera como resultado una división de los públicos y una polarización de los nichos de interés incuantificable, repartiéndose el pastel en trozos de tarta tan pequeños como el poder adquisitivo de un freelance?
Como una profecía autocumplida, si de lo que dependen los medios hoy es de la tecnología y no del valor diferencial de su oficio (periodístico, audiovisual, sonoro…), al final acaban siendo las telecos las que se erigen en cuarto poder. Se equivocan estos al interpretar como enemigos a ‘los Z’, un eslabón tan débil –por ausencia de poder– que no es quien factura hoy lo que un día fue su negocio. Y ese negocio, para su sorpresa, es hoy tan grande que cuesta creerlo, pero en manos de quien domina el hecho diferencial: AT&T, Amazon o Telefónica, empresas a las que no les hacía falta ejercer una superioridad moral ante la opinión pública como forma de ser, que pagaban mejores sueldos, que no acumulan EREs hasta las estructuras unipersonales de revistas, secciones y hasta medios, y que, sobre todo, han sido desde el inicio de siglo empresas más creativas a la hora de encontrar financiación e invertir con la mente a 10, 20 o 30 años. Pero los medios son tan débiles que ya no pueden fijar las quejas en su verdadero enemigo, sino en unos jóvenes a los que no comprenden. No son ‘las Z’ las que comprarán MGM (lo hará Amazon) ni quienes han sido capaces de aglutinar a Discovery, CNN, Warner y HBO (lo ha hecho AT&T) en una sola empresa, en unos años.
Los experimentos mediáticos con jóvenes son costosos y, si bien para los milennials (grupo al que pertenezco) habían logrado impulsar algunos casos de éxito, la frustración con respecto a ‘los Z’ está resultando desesperante a tenor de la ola de desafecciones públicas. Del anterior estrato por edad, huelga recordar que han desaparecido los Verne, Playground o las sucursales de BuzzFeed y Vice en España, así que la brecha en los relatos entre una generación (nacidos del 80 al 95) y otra (del 96 al 2010) pasa a integrar a unos (pocos) en el Antiguo Régimen y a otres en un escenario post medios de masas. Y esa brecha puede que sea inédita y letal, porque como ya hemos dicho en esta columna, ‘los Z’ empiezan a ser autosuficientes mediáticamente hablando: no encuentran qué valor diferencial les aportan unos medios donde una sección de Deportes es la misma colección de memes que se apila en su TikTok; no atisban que se hable de ellos, porque la edad media de la radio en España es de 53 años y algo tiene que ver con su tertulia perenne y presentadores; y, en definitiva, no les hacen falta, porque si a sus antecesores todo aquello de los medios les hubo de salvar de algún fallo del sistema, de alguna crisis, si les tuvo que impulsar a unas relaciones más atractivas, una vida más estimulante o a una mejor comprensión de su existencia, los resultados (vuelva a leer el final del segundo párrafo) son empíricamente catastróficos. ¡Pero alcemos muros de pago y volvamos a hablar del tema dentro de cinco o diez años!
Los medios han sustituido la autocrítica por un enemigo inane para su recuperación: ‘los Z’, quizá, porque hubiera sido un buen título de peli para su época. Los mismos que les hablan de “coliving” y “cohousing”, cuando saben de sobra que no tienen el poder adquisitivo ni para estudiar en otra ciudad compartiendo piso. Los mismos que hablan de los privilegios vitales de la “movilidad laboral”, cuando saben las toneladas de frustración que comporta desarrollarse profesionalmente en el extranjero por obligación y no por voluntad propia. Los mismos que ahora promulgan el “salario emocional” (vía nota de prensa de obligada publicación), que es en lo que debían estar pensando con las generaciones de becarios sin acceso a un contrato profesional. En fin, los medios que tratan de analizar por qué El Chiringuito funciona y no se dan cuenta de la edad media de su redacción (no de sus testosterónicos conterhulios), que tratan de comprender por qué OT ha vuelto a consolidarse como fenómeno y no reparan en la edad media resultante entre concursantes y parte del profesorado, o que, si más bien, son incapaces de monitorizar el efecto David Broncano, no recuerdan que este lleva empalmando trabajos en algunas de sus empresas desde los veintipocos.
‘Los Z’ no explican la decadencia de los medios, aunque algunos hayan decidido esa respuesta para expiarse. Los progresistas que dominaron la intelectualidad, los que veían La Clave en familia y debatían a costa de sus horas de sueño, los que tenían a Àngel Casas o Paloma Chamorro como prescriptores culturales, no recuerdan que en los medios, los jefes, sin excepción de género para más inri, tenían entre 30 y 40 desde la muerte de Franco y hasta que acabó el siglo XX. ¿Hasta dónde ha subido la media en la terna ejecutiva? No parecen disponer de la perspectiva suficiente para entender que la captación de ‘los Z’ tiene menos que ver con la tecnología que con su incorporación, en mitad de un escenario –el de la atención– competidísimo. Sin integrarlos, como está demostrando Playz, es imposible. Sin concederles algún terreno, cierto poder sobre sus marcas –en no pocos casos, todo lo que les queda–, no habrá última bala y la fecha de caducidad de los medios será más próxima de lo que nadie imagina. La receta debe ser la misma que cualquier técnica de juventud de barrio aplica: permitir que hagan suyos los medios y no que lo suyo lo hagan los medios. Porque si los medios tienen un problema, no son ‘los Z’. Que los medios no sean de su incumbencia sí es el problema.