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LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

¿Por qué lo llaman ‘runner’?

Nunca hemos vivido una época en que la gente, gracias a las nuevas tecnologías, haya escrito tanto y tan mal, por lo general sandeces plagadas de faltas de ortografía y con deficiente puntuación, incluso por quienes se las dan de personas cultas o presumen de carrera universitaria. Uno de los principales riesgos para la salud del castellano es el abuso de anglicismos

19/09/2016 - 

"Un runner muere atropellado cuando corría en Alfafar". Este era el titular de una noticia publicada recientemente en un diario local. Dejando al margen las circunstancias del suceso —un arquitecto que corría de noche por la carretera que une Alfafar y El Saler—, lo que me llamó la atención es la incrustación de una palabra inglesa en el titular, innecesaria a todas luces pues podía haber sido sustituida por ‘corredor’. La culpa no es probablemente del redactor, al que se le supone un dominio del idioma y que intentó curarse en salud añadiendo una comilla simple a la palabra, sino del clima social que favorece estas muestras de idiocia lingüística.

Junto al fenómeno del alargamiento innecesario de las palabras para aparentar que se es una persona cultivada —motivación por motivo, concretizar por concretar, influenciar por influir, etc.—, los partidarios de un uso correcto del español asistimos, impotentes, al abuso de anglicismos en nuestro idioma. Llevan razón quienes sostienen que este hecho es una prueba más, por si no hubiera suficientes, de nuestra condición de colonia administrada por Estados Unidos y Bruselas, donde el inglés, con el permiso del francés, es la lingua franca de los funcionarios y los hombres de negocios.

Desde hace mucho tiempo, pero especialmente en los últimos años, cuando los altos índices de escolarización obligatoria han coincidido con un creciente analfabetismo funcional, singularmente entre los más jóvenes, el castellano se ha contaminado de voces anglosajonas que son, como decía, prescindibles porque ya existen palabras en español para nombrar esas realidades o conceptos.

Veamos algunos ejemplos.

La gente no va hoy de compras por Colón sino que hace shopping; los productos no son baratos sino low cost; las putas ya no son putas sino que se anuncian como escorts; los ejecutivos ya no hacen un receso o un descanso para tomar un café sino un break; los adolescentes, los viejos, hasta los niños de teta utilizan los móviles para hacerse selfis y no para autorretratarse. "¿Y si nos apuntamos a un gym para practicar spinning?", me pregunta mi amiga Cayetana, la moderna, ignorando mi aversión por los gym, es decir, por los gimnasios que te ofrecen fitness a buen precio. En fin, que la lista de despropósitos sería muy larga pero no deseo cansarles.

"Si esto sigue así, si escribir y hablar con corrección acaba siendo una actividad sospechosa, nos espera, a no muy tardar, una nueva Edad Media"

A la vista del panorama expuesto, no es de extrañar que este mismo año el director del Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha, se lamentase de que se hable un español "zarrapastroso", palabra cuyo significado desconoce al menos el 50% de la población, que se maneja con un vocabulario muy básico, casi simiesco. Zarrapastroso, lamentable, ínfimo, cochambroso, nos faltarían palabras para definir el estado del castellano actual, sea hablado o escrito. Observamos una paradoja: cuando nuestro idioma tiene más hablantes que nunca —más de 500 millones de personas lo emplean o maltratan en el mundo—, peor uso se hace de él.

La carrera imparable hacia la ignorancia

Con toda probabilidad nunca hemos vivido una época en que la gente, gracias a las nuevas tecnologías, haya escrito tanto y tan mal, por lo general sandeces plagadas de faltas de ortografía y con deficiente puntuación, incluso por quienes se las dan de personas cultas o presumen de carrera universitaria. Ser universitario ya no es garantía de nada: ni de conseguir un empleo digno ni de dominar una cultura mínima. Pero veamos el lado positivo. Lo dicho demuestra, para orgullo de algunos progresistas, que la igualdad aún es posible siempre que se trate de igualar por abajo, en esa carrera imparable por pulverizar todos los registros de la ignorancia, favorecida —no lo olvidemos— por las sucesivas leyes educativas.

Si esto sigue así, si la lectura es vista como un asunto exclusivo de señoritas delicadas en un salón de té; si saber escribir y hablar con corrección te convierte en un sujeto sospechoso, candidato a que te apliquen la ley mordaza del ministro pío de Interior, aventuro que nos espera, a no muy tardar, una nueva Edad Media. Si llega ese momento —que llegará­—, el monopolio del saber, y por tanto del poder, volverá a estar en manos de unos pocos. Así ha ocurrido siempre en la Historia, salvando ese espejismo optimista que vino después de la II Guerra Mundial y del que felizmente ya nos hemos repuesto. Una minoría ordena y una masa, distraída antes con pan y circo, hoy con pantallitas y fútbol, obedece creyendo que es libre y dueña de su destino. La receta siempre es la misma: primero se corrompe el lenguaje y después se corrompen las mentes. Es el viejo sueño de todo político, sea dictador o defensor de los derechos humanos en Palestina.

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