la yoyoba / OPINIÓN

Forges, el falsificador de ceros

23/02/2018 - 

VALÈNCIA. Antonio Fraguas, Forges, era un estorbo. Un estorbo de los grandes, porque tenía la mala costumbre de pensar y dibujar lo que le salía de las neuronas. Incapaz de juntar palabras, hizo una maestría en estiramiento de letras. Las colocaba unas detrás de otras, en hilera, y halaba hasta convertirlas en líneas. Luego dibujaba con ellas como si fueran alambres. Alambres de espino. Su talento para diseccionar la vida en una viñeta con unos pocos garabatos superó todas las expectativas paternas. Cuando empezó en este oficio del humor gráfico, su padre le aconsejó que sus dibujos debían ser reconocibles a más de quince metros, pero Forges se pasó de frenada. Su genio se podía ver a años luz, aunque él decía que solo era trabajo. 

En 2014 la Universidad Miguel Hernández le nombró Doctor Honoris Causa. Un reconocimiento que él creia inmerecido. “Soy un hombre de birrete complicado”, explicaba riéndose de sí mismo porque el bonete académico le venía grande y le impedía agachar la cabeza. Su discurso de investidura duró casi cuarenta minutos en los que nadie pestañeó, una auténtica hazaña teniendo en cuenta los usos y costumbres de ese tipo de actos. Parecía improvisado, pero no lo era. El guion estaba dibujado en su cabeza. Lo sé porque la tarde anterior le habíamos hecho una entrevista en UMH Televisión en la que desgranó muchas de las cosas que le pudimos oir al día siguiente. Forges no era hombre de improvisaciones. Defendía el humor a capa y espada, pero no practicaba los chistes facilones “de pata de banco”. Su humor inteligente consistía en enlazar muchas neuronas para decir lo que le daba la gana a quien le salía de su considerable perímetro craneal y obtener una sonrisa por parte del interfecto. Por lo menos hasta ahora en que el sentido del humor y la libertad de expresión, los dos pilares que sostienen su oficio, están seriamente amenazadas. El gran recopilador de anécdotas se ha ido justo cuando más le necesitamos. Él, capaz de mofarse del dictador que hizo desplazar a un equipo de ingenieros de TVE para que le arreglaran el televisor de El Pardo, tenía un gps bien entrenado para detectar la imbecilidad allá donde se manifestara. En los escaños del Parlamento o en las plazas de toros, en las ventanillas de los ministerios o en los bares donde se bebe machismo de garrafón. Forges era la bonhomía personificada. Este madrileño, hijo de gallego y catalana, casado con una cordobesa de Hernani, socio del Athlétic de Bilbao y refugiado veraniego en Jesús Pobre, no se escondía detrás de ninguna trinchera. Se resistió al pensamiento único y mientras la España más caduca se regodeaba en el “a por ellos”, se atrevió a sacar un corazón gigantesco y mandarlo para Cataluña. Sin sellos y sin miedo a ser multado por pensar fuera de las líneas oficiales.

Los años no le envejecieron. Forges seguía siendo aquel chaval que convertía los ceros de sus exámenes de matemáticas en un tres, porque sacar un aprobado en esa materia no era creíble. La viva imagen de un “hombre bueno, en el buen sentido de la palabra de bueno”, como le describió Machado sin haberle conocido.  Hoy me disponía a hablar sobre la libertad de expresión, sobre la censura que se nos ha subido a las barbas, pero la muerte de Forges ha convertido mi columna en un epitafio: “No diré que soy un hombre feliz porque no quiero daros envidia”, dijo mientras se colocaba por enésima vez el díscolo birrete. Lástima que yo no sepa estirar las letras para dibujarle una viñeta. Solo sé juntar palabras. @layoyoba


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