cocinas del underground

Esto no es cocina de mercado. Esto es cocinarte el mercado (del Cabanyal)

| 18/11/2016 | 7 min, 57 seg

VALENCIA. Hay algo subversivo en la crítica gastronómica. O quizá contra ella. Es la necesidad de demostrar que la comida tiene casi tantas experiencias como uno es capaz de imaginar. Sobre todo cuando explora fuera de las referencias que hemos convertido en esperables. Todo lo que cabe más allá de los lugares comunes a los que las tendencias online arrastran con la cada vez más estéril comunicación en torno al asunto.

Hay sabores más allá de los cánones comerciales, de las historias de equipo, empresa y superación, de los cruces con el arte y la cultura, las barras que bullen, los bares que sirven, los restaurantes que innovan y nuestras queridas casas de comida. Desde hace apenas unas semanas en Guía Hedonista estamos recopilando parte de lo vivido para mantener la mente abierta ante los sabores que no podemos perdernos y que no tienen un cestillo con las tarjetas de visita a la salida.

Nos hemos ido a desayunar como chinos y hemos husmeado en sus cocinas. Nos hemos interesado por cómo se reinventa un mesón de carretera cuando los camioneros ya no pasan por su puerta. Este viernes queremos llevar más allá a la jaleada cocina de mercado para darnos un capricho tan lujoso como asequible. ¿Destino? El Cabanyal. ¿Presupuesto? 10 euros per capita. Iniciamos la ruta de sabor sin salir del recinto.

La diversión ruidosa de comerse el Cabanyal

En enero de 2006, hace ahora casi 11 años, Raquel y Fina cambiaron su trabajo en Mercavalencia por el bar del Mercado del Cabanyal. En esta década han visto al barrio cambiar, sufrir y cambiar su poder adquisitivo. Sin embargo, su lista de clientes (como la de croquetas) no ha dejado de crecer. El trato es tan personalizado que Cristóbal, uno de los cinco miembros del equipo humano que conforman el bar, reparte los desayunos de la práctica totalidad de tenderos del centro de abastos.

Los cafés, las infusiones, las tostadas y algún carajillo se empiezan a servir a las 5:45 horas de la mañana. Esa es a la hora a la que cualquier puede acercarse hasta el lugar para desayunar o, según el día, tomar la última o hacer un almuerzo previo al sueño reparador. Cristóbal vuela con la bandeja por dentro y fuera del bar, mientras 24 pescaderías sirven un producto mareante. La tradición pesquera del barrio mantiene los consumos del mar con semejante ramillete de posibilidades. "Los guiris son los primeros que alucinan con el producto. Cada vez hay más. Este verano era una avalancha".

Aquí la gran diferencia, la experiencia que vamos a describir hoy se basa en una idea puesta en marcha por Fina y Raquel hace ahora dos años: "te das cuenta de que no te cabe tanto género en el bar (apenas unos metros cuadrados de barra y de propina donde caben con dificultad), así que te abres a más posibilidades para los clientes; si nos traen algo que han comprado, se lo hacemos". Es decir, que con las 24 pescaderías -y, por qué no, un entrecot si apetece o el embutido que no sirve ninguna bandeja de poliestireno en el supermercado- elegimos el producto más fresco posible, el que buscamos entre los distintos puestos y nos gana por los ojos y la venta, y acabamos zampándonoslo sin intermediarios.

El bastión de Amparo

Foto: EVA MÁÑEZ

Culebreamos por los pasillos del mercado como anguilas. Vemos precios y comparamos. Podríamos optar por unas almejas o tellinas de Bianca. Una señora -y en el bar ya nos habían dado la pista- nos dice que "lo de María Jesús es lo mejor". Se refiere a Gallart García, del puesto Nostre Mar, pero hoy no ha abierto. Es difícil destacar nombres porque todos compran fresco y los precios se pelean al céntimo, así que acabamos acudiendo a uno de esos rincones donde el producto y el consejo no falla nunca: el puesto de Vicente José Esteve Soler.

Amparo, la mujer que hace ahora algunos meses se hizo famosa por unas horas al negarle el saludo a la exalcaldesa Rita Barberá, no deja de atender en toda la mañana. En una esquina, hay que pedir turno casi siempre y es de esas paradas que agotan el género. A ella le confiamos la elección, aunque vemos unas cigalas teriblemente frescas, ella sugiere las gambas y coincidimos en que el atún tiene una pinta escandalosa. Al final preferimos las cigalas, que nos han ganado por la vista, pero viendo el corte del atún se nos hace la boca agua. 9 euros más tarde nadie ha perdido la sonrisa. Bolsa en mano, volvemos al bar donde hoy vamos a almorzar como reyes.

"¿Qué me traes?"

En el bar nos espera Fina. Ya le hemos dicho que vamos "a por algo fresco, algo de pescado, y nos pegamos el almuerzo". Fina, que quiere encontrarnos un hueco amable en la barra (pero la cosa está imposible), nos pregunta: "¿qué me traes?". Se le iluminan los ojos cuando le decimos que, además de unas pocas cigalas de capricho, nos ha convencido el atún de Amparo: "no te imaginas la de gente que se trae una cortada. Sale buenísimo". En el bar del Mercado del Cabanyal, a la plancha, te hacen lo que sea "menos sardinas". Raquel ya nos lo había advertido, "pero bueno, si quieres unos boquerones sí te frío...".

Nos sentamos con dos cañas y el plan de gasto está claro: "cobramos dos euros por ración cocinada". En el tiempo en el que cualquiera hace la cuenta vemos la carta de croquetas, el otro foco de interés por el que es conocido el bar. 13 variedades que han ido aumentando con el paso de los años, "aunque ninguna ha desaparecido". Elegimos cuatro (¡a 0,80 euros la unidad, caseras también!) entre lo que ya habíamos probado otras veces, lo que nos llama la atención y lo que Fina propone. Al final, nuestro ranking se compone aleatoriamente por la de longanizas con ajitos, salmón y puerro, queso ahumado con pasas y setas variadas. Puede parecer obvio pero el bar del mercado se abastece con el producto fresco que se vende a tan solo unos metros de su caja registradora.

Foto: EVA MÁÑEZ

El viaje cultural

Nos empeñamos en hacer barra y se abre un claro para apoyar la caña mientras compartimos las croquetas. Fina y Raquel celebran con Dana, Mariana y Cristóbal que, si queremos, podemos comer en la terraza. Aunque la tenían pedida desde hacía años, ha sido en 2016 cuando se les ha abierto una ventana que los vecinos "y los guiris" están usando cada vez más. No obstante, privarse de la barra del bar del Mercado del Cabanyal es tanto como privarse de uno de los viajes culturales más intensos de la ciudad. No es solo el atún que sale de la plancha, tierno y por el que no sé cuánto hubiéramos considerado justo pagar con según qué guarnición y sobre según qué mantel. No es solo la intensa succión sobre la cabeza de esa cigala o lo fría que está la cerveza. Es mucho más.

La barra del bar acoge en apenas media hora a un inmigrante mexicano de paso que -cómo no- opta por el único bocadillo con tabasco de la carta. Hay parejas gitanas que almuerzan con olivas y café para cerrar, unos ancianos que desayunan por tercera vez. Los guiris se asoman, pero también varios de los tenderos del propio centro de abastos para reponer fuerzas. Hay habituales, pero también un montón de ocasionales. Se oye hablar inglés un par de veces en distintas direcciones y eso que a la barra le caben ocho taburetes. La gente se sorprende de nuestro banquete y pregunta al ver el atún deshaciéndose. Dos cañas más y solo nos quedará contarlo.

"Aquí hay clientes de cualquier procedencia, parece increíble. Por supuesto, todos los del mercado, pero también la gente del barrio. Toda la gente del barrio, que también es muy distinta. Hay cada vez más extranjero, pero también gente de Valencia que no nos conocía... no nos podemos quejar. Cada vez tenemos más faena y ahora con la terraza, estamos muy contentas". Raquel y Fina casi te acompañan con su sonrisa hasta la puerta. Discutimos si deberíamos haberles pedido un vino blanco, "porque con esas cigalas... aunque fueran cuatro". El sabor del atún y su textura perdura todavía unas horas después de la experiencia, agitada por los lenguajes cruzados y el carácter de Amparo y las regentes del bar. Esto no es solo cocina de mercado. Es un viaje accesible para hacer sin mochila y cualquier día, entre semana, a unos pasos de rematar con un rato de sosiego con los pies en la arena de la Mavarrosa. Dicho queda.

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