Top doce

El Bressol

José Vicente Pérez

El Bressol es un templo para hacer conversos a los incrédulos. Un espacio místico comandado por  José Vicente Pérez. Capitán de esta santa casa en la que existe una única premisa: producto, producto y producto. Pero no cualquiera: el mejor del mar. Porque El Bressol es un templo donde el pescado es Dios y José Vicente, su profeta.

Sobre una pequeña puerta casi escondida, un candil ilumina una acera poco transitada en el corazón del Ensanche. La calle Serrano Morales alberga el que, seguramente, sea uno de los secretos mejor guardados de la ciudad. Son pocos los detalles que nos indican que estamos ante un espacio sagrado. Donde la liturgia se oficia dos veces al día bajo la apariencia minimalista más exacerbada. 

El Bressol es lugar de peregrinación para hedonistas, epicúreos, gastrónomos y fervorosos admiradores del producto en su máximo esplendor. Y a todos ellos los recibe intachable, tras la llamada al timbre, un impecable José Vicente. Traje negro, camisa blanca, corbata de seda, zapatos lustrosos, corte diplomático, porte sereno y sonrisa acendrada. 

Al traspasar el umbral y adentrarnos en la sala, nos dirigiremos a nuestra mesa. A mí me gusta la más cercana a la extensa bodega vista con más de cuatrocientas referencias de champagne, puesto que me recuerda al presbiterio y me predispone a disfrutar de la eucaristía. Esa que comienza con la homilía: el carro. José Vicente, tras acomodarnos, se adentra en la cocina para, posteriormente, salir de ella con el carro mejor pertrechado de pescado de la ciudad. Un carro en el que podemos encontrar besugo, dentón, virrey, merluza, navajas, kokotxas, calamarcitos, sepietas, espardenyas, gambas rojas, cigalas, langosta y, cómo no, atún rojo. Todo fresco.    


El mar como despensa 

Si bien es cierto que Dios propone y el hombre dispone, José Vicente, que tiene alma de marinero, no se amilana. Cada día. Cada noche, mejor dicho, tras atemperar la cama unas horas después del servicio, se desplaza ante cualquier aviso por las lonjas de toda la Comunitat. Transita de Vinaroz hasta Santa Pola, en busca del mejor producto que haya dado el Mediterráneo ese día. Esa pasión, esa perpetua dialéctica con el mar, convierte a José Vicente en el personaje de aquella novela de Hemingway. Esa que cuenta que sus ojos eran como dos océanos alegres e invictos. Esa que habla de constancia y tenacidad. De salitre y espuma. De espera y respeto. Y es que si el mar no va a José Vicente, José Vicente irá al mar.

Y tras la orden, llega el segundo acto. El credo: servicio y profesionalidad. Una sala como ya no queda. Escuela académica: Zalacaín, Horcher, Vía Veneto… Aquí lo importante es el comensal. Todo se hace para y por él. Máxima atención y mínima intervención como vademécum y un juego elástico de sutilezas intelectuales junto con una psicología emocional asombrosa hacen de este acto una soberbia obra maestra de la sala. Dominio, control, tempo y una mise en scene epatante.

Por último, la consagración: quesos y, sobre todo, una crêpe suzette quimérica para lograr la comunión entre los allí presentes. Porque la verdadera revelación es darse cuenta de que celebrar la vida es un milagro, casi tan asombroso como el de los panes y los peces.

Plato destacado → Tartar de atún rojo.  


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