LA LIBRERÍA

La gran necesidad de 'Las chicas' de Emma Cline

Un cambio de perspectiva en la archiconocida historia de la Familia Manson ha dado pie a esta historia brillante, sin duda uno de los debuts literarios más potentes y acertados del año

7/11/2016 - 

VALENCIA. Los crímenes de la Familia Manson forman parte de ese truculento catálogo de hechos atroces al que a todos nos gusta asomarnos de vez en cuando; una historia de lo horrible en cuyas grotescas páginas encontramos el reverso más oscuro de nuestra naturaleza humana. Generalmente, optamos por convertir en leyenda lo sucedido y en monstruos a los protagonistas; es la manera más cómoda de proceder, manteniendo la distancia y evitando a toda costa identificarnos con quienes han sido capaces de lo peor. Nosotros no podríamos. Nosotros nunca llegaríamos a algo así. ¿Quién podría ser como Ed Gein, como Ted Bundy o como Andréi Chikatilo? Sin embargo, pese a que aseguramos espantarnos y sobrecogernos con los actos terribles que otros cometieron, la literatura negra y criminal es consumida por una cantidad enorme de lectores, las parrillas televisivas están repletas de series plagadas de muerte y el cine no ha escatimado en producir antihéroes psicopáticos. No podemos negar que el asunto nos interesa, aunque solo sea para pasar un mal rato, o ni siquiera eso: muchas de estas series sobre investigadores y forenses se emiten a la hora de cenar. Como el telediario, que también rezuma muerte. 

Los crímenes de la Familia Manson son especialmente singulares por el contexto lisérgico de paz y amor en que tuvieron lugar: no era fácil prever que al calor de una hoguera en mitad de la naturaleza un grupo de jóvenes hippies pudiesen planificar las carnicerías que conmocionaron al país y que contribuirían a enterrar el sueño de la década de los sesenta. La motivación de los crímenes, inducidos por el ego delirante de Charles Manson, también hizo correr ríos de tinta. Nadie al margen de la familia estaba familiarizada con los códigos que se manejaban en la secta del Rancho Spahn. Nadie a excepción de los hombres y mujeres que vieron en Manson un visionario, un líder en el que creer ciegamente y al que confiarle sus cuerpos, sus vidas, y una ansiada elevación sobre el fango de un mundo al que no queda claro si querían salvar o ver arder. A día de hoy Manson sigue en la cárcel, convertido en la caricatura lastimosa de un falso profeta, un músico con pretensiones de fama frustradas del que poco queda más que decir. 

De quiénes sí parece que quedaba algo que decir es de las mujeres que siempre estuvieron a su lado, y ha sido otra mujer, la joven escritora Emma Cline, quien ha cogido el testigo para escribir su opera prima Las chicas (Anagrama, 2016), uno de los debuts más brillantes que hemos podido leer este año. Mediante una ficción erigida sobre acontecimientos originales, Cline nos sumerge en la vida de Evie, una adolescente de catorce años solitaria que vive en California con su madre, en proceso de reconstrucción tras ser abandonada por su marido. Como tantos otros adolescentes, Evie se enfrenta a los conflictos propios de una edad en que a las inseguridades propias se suma el descubrimiento de las debilidades de la familia: su padre no es el hombre que ella pensaba y su madre se ha entregado a las creencias místicas confiando en una metamorfosis que le ayude a capear la soledad. Mientras tanto, Evie busca desesperadamente formar parte de algo que le permita desalojar el vacío y el tedio de su interior. Todo cambiará el día en que coincida por primera vez con un grupo de chicas en un parque: ellas parecen funcionar en base a otras reglas, su aspecto es salvaje, fiero, desafiante. Van descalzas, no se preocupan por las miradas reprobatorias ni se amedrentan a la hora de robar para como sabrá después, llevar provisiones a la comuna en la que viven. Esas chicas emanan libertad y ejercen una atracción irresistible, son la promesa de una salida, la esperanza de encontrar algo que realmente merezca la pena. Evie no sabe el precio que tendrá que pagar por poder ser una de ellas, pero sí sabe que sea lo que sea, está dispuesto a pagarlo. 

Con esta premisa Cline compone un relato intenso, absorbente, auténtico hasta la médula en lo que a las emociones se refiere -tanto es así que en ocasiones cuesta no interpretarlo como una crónica genuina de los hechos de la Familia Manson contada por alguien que los vivió de primera mano-. Los temores y errores propios de la adolescencia, por ejemplo, se vuelvan tremendamente vívidos y nítidos en la piel de la protagonista, a la que acompañamos en un proceso de autoconocimiento que no discurre por los caminos que ella había creído. Cline, precisa y afinada, no se queda en ningún momento en la superficie, al contrario, hurga en todas las heridas que se nos van mostrando, desde la soledad de una madre que necesita sobrevivir, hasta los nuevos sentimientos de rechazo de una hija que ve a su madre a través de una óptica cruel y egoísta propia de la adolescencia: “La proximidad de la cara suplicante de mi madre, su disgusto manifiesto, atizaron una repugnancia biológica hacia ella, como cuando olía el bramido del hierro en el baño y sabía que tenía la regla”. Cline perfila a todos sus personajes principales con esmero, haciéndolos dolorosamente reales. 

“Pobre Sasha. Pobres chicas. El mundo las engorda con la promesa de amor. Cuánto lo necesitan, y qué poco recibirán jamás la mayoría de ellas. Las canciones pop empalagosas, los vestidos descritos en los catálogos con palabras como 'atardecer' y 'París'. Y luego les arrebatan sus sueños con una fuerza violentísima; la mano tirado de los botones de los vaqueros, nadie mirando al hombre que le grita a su novia en el autobús. La lástima por Sasha me bloqueó la garganta”. Necesidad. Las chicas es sobre todo un libro que ahonda en la necesidad. Necesidad de libertad, de forjarse una identidad, de sentirse amada -no por un hombre, sino de sentir el amor de los demás-, de expandirse, de dar, de construir, de acertar en las difíciles decisiones que se deben tomar al llegar a determinadas encrucijadas. Necesidad, en definitiva, de ser la persona que se quiere ser, incluso cuando todo conspira para que no sea así. 

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